LA CELESTINA. FRAGMENTOS






Para conocer La Celestina, nada como leer  La Celestina. Pero si no os atrevéis de momento con la obra entera, aquí os dejo una selección de fragmentos fundamentales de la genial obra de Fernando de Rojas:

  • En primer lugar, aquí tenéis el Prólogo en el que Fernando de Rojas explica su intención al escribir la obra. 


     
    Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla, dice aquel gran sabio Heráclito en este modo: «Omnia secundum litem fiunt», sentencia a mi ver digna de perpetua y recordable memoria. Y como sea cierto que toda palabra del hombre esciente esté preñada, de ésta se puede decir que de muy hinchada y llena quiere reventar, echando de sí tan crecidos ramos y hojas que del menor pimpollo se sacaría harto fruto entre personas discretas. Pero como mi pobre saber no baste a más de roer sus secas cortezas de los dichos de aquellos que por claror de sus ingenios merecieron ser aprobados, con lo poco que de allí alcanzare satisfaré al propósito de este breve prólogo. Hallé esta sentencia corroborada por aquel gran orador y poeta laureado, Francisco Petrarca, diciendo: «Sine lite atque offensione nihil genuit natura parens», «Sin lid y ofensión ninguna cosa engendró la natura, madre de todo». Dice más adelante: (...) «En verdad así es, y así todas las cosas de esto dan testimonio: las estrellas se encuentran en el arrebatado firmamento del cielo; los adversos elementos unos con otros rompen pelea; tremen las tierras; ondean los mares; el aire se sacude; suenan las llamas; los vientos entre sí traen perpetua guerra; los tiempos con tiempos contienden y litigan entre sí, uno a uno y todos contra nosotros». El verano vemos que nos aqueja con calor demasiado, el invierno con frío y aspereza. Así que esto nos parece revolución temporal, esto con que nos sostenemos, esto con que nos criamos y vivimos, si comienza a ensoberbecerse más de lo acostumbrado, no es sino guerra. Y cuánto se ha de temer, manifiéstase por los grandes terremotos y torbellinos, por los naufragios e incendios, así celestiales como terrenales; (...) Pues, ¿qué diremos entre los hombres a quien todo lo sobredicho es sujeto? ¿Quién explanará sus guerras, sus enemistades, sus envidias, sus aceleramientos y movimientos y descontentamientos? ¿Aquel mudar de trajes, aquel derribar y renovar edificios, y otros muchos afectos diversos y variedades que de esta nuestra flaca humanidad nos provienen? Y pues es antigua querella y visitada de largos tiempos, no quiero maravillarme si esta presente obra ha sido instrumento de lid o contienda a sus lectores para ponerlos en diferencias, dando cada uno sentencia sobre ella a sabor de su voluntad. Unos decían que era prolija, otros breve, otros agradable, otros oscura; de manera que cortarla a medida de tantas y tan diferentes condiciones a solo Dios pertenece. Mayormente, pues ella, con todas las otras cosas que al mundo son, van debajo de la bandera de esta notable sentencia; que aun la misma vida de los hombres, si bien lo miramos, desde la primera edad hasta que blanquean las canas, es batalla. Los niños con los juegos, los mozos con las letras, los mancebos con los deleites, los viejos con mil especies de enfermedades pelean, y estos papeles con todas las edades. La primera los borra y rompe, la segunda no los sabe bien leer, la tercera, que es la alegre juventud y mancebía, discorda. Unos les roen los huesos, que no tienen virtud, que es la historia toda junta, no aprovechándose de las particularidades, haciéndola cuenta de camino; otros pican los donaires y refranes comunes, loándolos con toda atención, dejando pasar por alto lo que hace más al caso y utilidad suya. Pero aquellos para cuyo verdadero placer es todo desechan el cuento de la historia para contar, coligen la suma para su provecho, ríen lo donoso, las sentencias y dichos de filósofos guardan en su memoria para trasponer en lugares convenibles a sus actos y propósitos. Así que cuando diez personas se juntaren a oír esta Comedia, en quien quepa esta diferencia de condiciones, como suele acaecer, ¿quién negará que haya contienda en cosa que de tantas maneras se entienda? Que aun los impresores han dado sus punturas poniendo rúbricas o sumarios al principio de cada acto, narrando en breve lo que dentro contenía: una cosa bien excusada, según lo que los antiguos escritores usaron. Otros han litigado sobre el nombre, diciendo que no se había de llamar Comedia, pues acababa en tristeza, sino que se llamase Tragedia. El primer autor quiso darle denominación del principio, que fue placer, y llamola Comedia. Yo, viendo estas discordias entre estos extremos, partí ahora por medio la porfía, y llamela Tragicomedia. Así que, viendo estas contiendas, estos dísonos y varios juicios, miré adonde la mayor parte acostaba y hallé que querían que se alargase en el proceso de su deleite de estos amantes, sobre lo cual fui muy importunado, de manera que acordé, aunque contra mi voluntad, meter segunda vez la pluma en tan extraña labor y tan ajena de mi facultad, hurtando algunos ratos a mi principal estudio con otras horas destinadas para recreación, puesto que no han de faltar nuevos detractores a la nueva adición.

    Síguese la comedia o tragicomedia de Calisto y Melibea, compuesta en reprehensión de los locos enamorados, que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su Dios. Asimismo hecho en aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes.


     
  • Después, tenemos el comienzo de la obra: el encuentro (casi casi encontronazo) entre Calisto y Melibea, y la actitud y comportamiento de este al verse rechazado. 




    Auto I: El sufrimiento del amante cortés



    ARGUMENTO DEL PRIMER ACTO DE ESTA COMEDIA

    Entrando Calisto en una huerta en pos de un halcón suyo, halló ahí a Melibea, de cuyo amor preso, comenzole de hablar. De la cual rigurosamente despedido, fue para su casa muy angustiado. Habló con un criado suyo llamado Sempronio, el cual, después de muchas razones, le enderezó a una vieja llamada Celestina, en cuya casa tenía el mismo criado una enamorada llamada Elicia, la cual, viniendo Sempronio a casa de Celestina con el negocio de su amo, tenía a otro consigo, llamado Crito, al cual escondieron. Entretanto que Sempronio está negociando con Celestina, Calisto está razonando con otro criado suyo, por nombre Pármeno, el cual razonamiento dura hasta que llega Sempronio y Celestina a casa de Calisto. Pármeno fue conocido de Celestina, la cual mucho le dice de los hechos y conocimiento de su madre, induciéndole a amor y concordia de Sempronio.


    CALISTO.- En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

    MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?

    CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.

    MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes éste, Calisto?

    CALISTO.- Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad.

    MELIBEA.- Pues aun más igual galardón te daré yo si perseveras.

    CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!

    MELIBEA.- Más desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha sido. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en ilícito amor comunicar su deleite.

    CALISTO.- Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.
    ***

    CALISTO.- ¡Sempronio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito?

    SEMPRONIO.- Aquí soy, señor, curando de estos caballos.

    CALISTO.- Pues, ¿cómo sales de la sala?

    SEMPRONIO.- Abatiose el gerifalte y vínele a enderezar en el alcándara.

    CALISTO.- ¡Así los diablos te ganen! ¡Así por infortunio arrebatado perezcas o perpetuo intolerable tormento consigas, el cual en grado incomparablemente a la penosa y desastrada muerte que espero traspasa! ¡Anda, anda, malvado!, abre la cámara y endereza la cama.

    SEMPRONIO.- Señor, luego hecho es.

    CALISTO.- Cierra la ventana y deja la tiniebla acompañar al triste y al desdichado la ceguedad. Mis pensamientos tristes no son dignos de luz. ¡Oh bienaventurada muerte aquella que, deseada a los afligidos, viene! ¡Oh, si vinieseis ahora, Crato y Galieno médicos, sentiríais mi mal! ¡Oh, piedad de Seleuco, inspira en el plebérico corazón, por que, sin esperanza de salud, no envíe el espíritu perdido con el del desastrado Píramo y de la desdichada Tisbe!

    SEMPRONIO.- ¿Qué cosa es?

    CALISTO.- ¡Vete de ahí! No me hables, si no, quizá, antes del tiempo de rabiosa muerte, mis manos causarán tu arrebatado fin.

    SEMPRONIO.- Iré, pues solo quieres padecer tu mal.

    CALISTO.- ¡Ve con el diablo!

    SEMPRONIO.- No creo, según pienso, ir conmigo el que contigo queda. ¡Oh desventura! ¡Oh súpito mal! ¿Cuál fue tan contrario acontecimiento que así tan presto robó el alegría de este hombre y, lo que peor es, junto con ella el seso? ¿Dejarle he solo o entraré allá? Si le dejo, matarse ha, si entro allá, matarme ha. Quédese, no me curo, más vale que muera aquel a quien es enojosa la vida que no yo, que huelgo con ella. Aunque por ál no desease vivir sino por ver mi Elicia, me debería guardar de peligros. Pero, si se mata sin otro testigo, yo quedo obligado a dar cuenta de su vida. Quiero entrar. Mas, puesto que entre, no quiere consolación ni consejo. Asaz es señal mortal no querer sanar. Con todo, quiérole dejar un poco desbrave, madure, que oído he decir que es peligro abrir o apremiar las postemas duras, porque más se enconan. Esté un poco, dejemos llorar al que dolor tiene, que las lágrimas y suspiros mucho desenconan el corazón dolorido. Y aun, si delante me tiene, más conmigo se encenderá, que el sol más arde donde puede reverberar. La vista, a quien objeto no se antepone, cansa, y, cuando aquél es cerca, agúzase. Por eso quiérome sufrir un poco. Si entretanto se matare, muera; quizá con algo me quedaré que otro no sabe, con que mude el pelo malo. Aunque malo es esperar salud en muerte ajena, y quizá me engaña el diablo y, si muere, matarme han e irán allá la soga y el calderón. Por otra parte, dicen los sabios que es grande descanso a los afligidos tener con quien puedan sus cuitas llorar y que la llaga interior más empece. Pues, en estos extremos en que estoy perplejo, lo más sano es entrar y sufrirle y consolarle, porque, si posible es sanar sin arte ni aparejo, más ligero es guarecer por arte y por cura.

    CALISTO.- Sempronio.

    SEMPRONIO.- Señor.

    CALISTO.- Dame acá el laúd.

    SEMPRONIO.- Señor, vesle aquí.

    CALISTO

    ¿Cuál dolor puede ser tal
    que se iguale con mi mal?

    SEMPRONIO.- Destemplado está ese laúd.

    CALISTO.- ¿Cómo templará el destemplado? ¿Cómo sentirá el armonía aquel que consigo está tan discorde, aquel en quien la voluntad a la razón no obedece? ¿Quién tiene dentro del pecho aguijones, paz, guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas, todo a una causa? Pero tañe y canta la más triste canción que sepas.

    SEMPRONIO

    Mira Nero de Tarpeya
    a Roma cómo se ardía;
    gritos dan niños y viejos
    y él de nada se dolía.

    CALISTO.- Mayor es mi fuego y menor la piedad de quien yo ahora digo.

    SEMPRONIO.- No me engaño yo, que loco está este mi amo.

    CALISTO.- ¿Qué estás murmurando, Sempronio?

    SEMPRONIO.- No digo nada.

    CALISTO.- Di lo que dices, no temas.

    SEMPRONIO.- Digo que ¿cómo puede ser mayor el fuego que atormenta un vivo que el que quemó tal ciudad y tanta multitud de gente?

    CALISTO.- ¿Cómo? Yo te lo diré. Mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un día pasa, y mayor la que mata un ánima que la que quemó cien mil cuerpos. Como de la aparencia a la existencia, como de lo vivo a lo pintado, como de la sombra a lo real, tanta diferencia hay del fuego que dices al que me quema. Por cierto, si el de purgatorio es tal, más querría que mi espíritu fuese con los de los brutos animales que por medio de aquél ir a la gloria de los santos.

    SEMPRONIO.- ¡Algo es lo que digo! ¡A más ha de ir este hecho! No basta loco, sino hereje.

    CALISTO.- ¿No te digo que hables alto cuando hablares? ¿Qué dices?

    SEMPRONIO.- Digo que nunca Dios quiera tal, que es especie de herejía lo que ahora dijiste.

    CALISTO.- ¿Por qué?

    SEMPRONIO.- Porque lo que dices contradice la cristiana religión.

    CALISTO.- ¿Qué a mí?

    SEMPRONIO.- ¿Tú no eres cristiano?

    CALISTO.- ¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo.

    SEMPRONIO.- Tú te lo dirás. Como Melibea es grande, no cabe en el corazón de mi amo, que por la boca le sale a borbollones. No es más menester. Bien sé de qué pie coxqueas. Yo te sanaré.

    CALISTO.- Increíble cosa prometes.

    SEMPRONIO.- Antes fácil, que el comienzo de la salud es conocer hombre la dolencia del enfermo.

    CALISTO.- ¿Cuál consejo puede regir lo que en sí no tiene orden ni consejo?

    SEMPRONIO.- ¡Ja, ja, ja! ¿Éste es el fuego de Calisto? ¿Éstas son sus congojas? ¡Como si solamente el amor contra él asestara sus tiros! ¡Oh soberano Dios, cuán altos son tus misterios! ¡Cuánta premia pusiste en el amor, que es necesaria turbación en el amante! Su límite pusiste por maravilla. Parece al amante que atrás queda. Todos pasan, todos rompen, pungidos y esgarrochados como ligeros toros, sin freno saltan por las barreras. Mandaste al hombre por la mujer dejar el padre y la madre. Ahora no sólo aquello, mas a Ti y a tu ley desamparan, como ahora Calisto, del cual no me maravillo, pues los sabios, los santos, los profetas, por él te olvidaron.

    CALISTO.- Sempronio.

    SEMPRONIO.- Señor.

    CALISTO.- No me dejes.

    SEMPRONIO.- De otro temple está esta gaita.

    CALISTO.- ¿Qué te parece de mi mal?

    SEMPRONIO.- Que amas a Melibea.

    CALISTO.- ¿Y no otra cosa?

    SEMPRONIO.- Harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cautiva.

    CALISTO.- Poco sabes de firmeza.

    SEMPRONIO.- La perseverancia en el mal no es constancia, mas dureza, o pertinacia la llaman en mi tierra. Vosotros los filósofos de Cupido llamadla como queráis.

    CALISTO.- Torpe cosa es mentir el que enseña a otro, pues que tú precias de loar a tu amiga Elicia.

    SEMPRONIO.- Haz tú lo que bien digo y no lo que mal hago.

    CALISTO.- ¿Qué me repruebas?

    SEMPRONIO.- Que sometes la dignidad del hombre a la imperfección de la flaca mujer.

    CALISTO.- ¿Mujer? ¡Oh grosero! ¡Dios, Dios!

    SEMPRONIO.- ¿Y así lo crees, o burlas?

    CALISTO.- ¿Que burlo? Por Dios la creo, por Dios la confieso y no creo que hay otro soberano en el cielo aunque entre nosotros mora.

    SEMPRONIO.- ¡Ja, ja, ja! ¿Oíste qué blasfemia? ¿Viste qué ceguedad?

    CALISTO.- ¿De qué te ríes?

    SEMPRONIO.- Ríome, que no pensaba que había peor invención de pecado que en Sodoma.

    CALISTO.- ¿Cómo?

    SEMPRONIO.- Porque aquellos procuraron abominable uso con los ángeles no conocidos y tú con el que confiesas ser Dios.

    CALISTO.- ¡Maldito seas!, que hecho me has reír, lo que no pensé hogaño.

    SEMPRONIO.- ¿Pues qué?, ¿toda tu vida habías de llorar?

    CALISTO.- Sí.

    SEMPRONIO.- ¿Por qué?

    CALISTO.- Porque amo a aquella ante quien tan indigno me hallo que no la espero alcanzar.

    SEMPRONIO.- ¡Oh pusilánime! ¡Oh hideputa! ¡Qué Nembrot, qué Magno Alejandro, los cuales no sólo del señorío del mundo, mas del cielo se juzgaron ser dignos!

    CALISTO.- No te oí bien eso que dijiste. Torna, dilo, no procedas.

    SEMPRONIO.- Dije que tú, que tienes más corazón que Nembrot ni Alejandro, desesperas de alcanzar una mujer, muchas de las cuales en grandes estados constituidas se sometieron a los pechos y resuellos de viles acemileros y otras a brutos animales. ¿No has leído de Pasífae con el toro, de Minerva con el can?

    CALISTO.- No lo creo; hablillas son.

    SEMPRONIO.- Lo de tu abuela con el jimio, ¿hablilla fue? Testigo es el cuchillo de tu abuelo.

    CALISTO.- ¡Maldito sea este necio! ¡Y qué porradas dice!

    SEMPRONIO.- ¿Escociote? Lee los historiales, estudia los filósofos, mira los poetas. Llenos están los libros de sus viles y malos ejemplos, y de las caídas que llevaron los que en algo, como tú, las reputaron. Oye a Salomón do dice que las mujeres y el vino hacen a los hombres renegar. Conséjate con Séneca y verás en qué las tiene. Escucha al Aristóteles, mira a Bernardo. Gentiles, judíos, cristianos y moros, todos en esta concordia están. Pero lo dicho y lo que de ellas dijere no te contezca error de tomarlo en común, que muchas hubo y hay santas y virtuosas y notables, cuya resplandeciente corona quita el general vituperio. Pero de estas otras, ¿quién te contaría sus mentiras, sus tráfagos, sus cambios, su liviandad, sus lagrimillas, sus alteraciones, sus osadías? Que todo lo que piensan, osan sin deliberar: sus disimulaciones, su lengua, su engaño, su olvido, su desamor, su ingratitud, su inconstancia, su testimoniar, su negar, su revolver, su presunción, su vanagloria, su abatimiento, su locura, su desdén, su soberbia, su sujeción, su parlería, su golosina, su lujuria y suciedad, su miedo, su atrevimiento, sus hechicerías, sus embaimientos, sus escarnios, su deslenguamiento, su desvergüenza, su alcahuetería. Considera qué sesito está debajo de aquellas grandes y delgadas tocas, qué pensamientos so aquellas gorgueras, so aquel fausto, so aquellas largas y autorizantes ropas. ¡Qué imperfección, qué albañales debajo de templos pintados! Por ellas es dicho «arma del diablo, cabeza de pecado, destrucción de paraíso». ¿No has rezado en la festividad de San Juan, do dice: «Ésta es la mujer, antigua malicia que a Adán echó de los deleites de paraíso; ésta el linaje humano metió en el infierno; a ésta menospreció Elías profeta, etc.»?

    CALISTO.- Di, pues ese Adán, ese Salomón, ese David, ese Aristóteles, ese Virgilio, esos que dices, como se sometieron a ellas, ¿soy más que ellos?

    SEMPRONIO.- A los que las vencieron querría que remedases, que no a los que de ellas fueron vencidos. Huye de sus engaños. ¿Sabes qué hacen? Cosas que es difícil entenderlas. No tienen modo, no razón, no intención; por rigor encomienzan el ofrecimiento que de sí quieren hacer. A los que meten por los agujeros denuestan en la calle, convidan, despiden, llaman, niegan, señalan amor, pronuncian enemiga, ensáñanse presto, apacíguanse luego. Quieren que adivinen lo que quieren. ¡Oh, qué plaga! ¡Oh, qué enojo! ¡Oh, qué hastío es conferir con ellas más de aquel breve tiempo que aparejadas son a deleite!

    CALISTO.- ¿Ves? Mientras más me dices y más inconvenientes me pones, más la quiero. No sé qué es.








  • Sin salirnos del primer acto, encontramos la descripción de Melibea por su enamorado y la sugerencia de los criados de que recurra a los servicios de una alcahueta: la astuta y elocuente vieja Celestina.



     

    CALISTO.- Pues, por que hayas placer, yo lo figuraré por partes mucho por extenso.

    SEMPRONIO.- ¡Duelos tenemos! Esto es tras lo que yo andaba. De pasarse habrá ya esta importunidad.

    CALISTO.- Comienzo por los cabellos. ¿Ves tú las madejas del oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos son y no resplandecen menos. Su longura hasta el postrero asiento de sus pies, después crinados y atados con la delgada cuerda, como ella se los pone, no ha más menester para convertir los hombres en piedras.

    SEMPRONIO.- Más en asnos.

    CALISTO.- ¿Qué dices?

    SEMPRONIO.- Dije que esos tales no serían cerdas de asno.

    CALISTO.- ¡Ved qué torpe y qué comparación!

    SEMPRONIO.- ¿Tú cuerdo?

    CALISTO.- Los ojos verdes rasgados, las pestañas luengas, las cejas delgadas y alzadas, la nariz mediana, la boca pequeña, los dientes menudos y blancos, los labios colorados y grosezuelos, el torno del rostro poco más luengo que redondo, el pecho alto, la redondez y forma de las pequeñas tetas, ¿quién te la podría figurar? ¡Que se despereza el hombre cuando las mira! La tez lisa, lustrosa, el cuero suyo oscurece la nieve, la color mezclada, cual ella la escogió para sí.

    SEMPRONIO.- ¡En sus trece está este necio!

    CALISTO.- Las manos pequeñas en mediana manera, de dulce carne acompañadas; los dedos luengos; las uñas en ellos largas y coloradas, que parecen rubíes entre perlas. Aquella proporción, que ver yo no pude, no sin duda, por el bulto de fuera juzgo incomparablemente ser mejor que la que Paris juzgó entre las tres deesas.



    SEMPRONIO.- ¿Has dicho?

    CALISTO.- Cuan brevemente pude.

    SEMPRONIO.- Puesto que sea todo eso verdad, por ser tú hombre eres más digno.

    CALISTO.- ¿En qué?

    SEMPRONIO.- ¿En qué? Ella es imperfecta, por el cual defecto desea y apetece a ti y a otro menor que tú. ¿No has leído el filósofo do dice «así como la materia apetece a la forma, así la mujer al varón»?

    CALISTO.- ¡Oh triste!, y ¿cuándo veré yo eso entre mí y Melibea?

    SEMPRONIO.- Posible es, y aunque la aborrezcas cuanto ahora la amas, podrá ser alcanzándola y viéndola con otros ojos libres del engaño en que ahora estás.

    CALISTO.- ¿Con qué ojos?

    SEMPRONIO.- Con ojos claros.

    CALISTO.- Y ahora, ¿con qué la veo?

    SEMPRONIO.- Con ojos de alinde, con que lo poco parece mucho y lo pequeño grande. Y por que no te desesperes, yo quiero tomar esta empresa de cumplir tu deseo.

    CALISTO.- ¡Oh, Dios te dé lo que deseas, que glorioso me es oírte aunque no espero que lo has de hacer!

    SEMPRONIO.- Antes lo haré cierto.

    CALISTO.- Dios te consuele. El jubón de brocado que ayer vestí, Sempronio, vístelo tú.

    SEMPRONIO.- Prospérete Dios por éste y por muchos más que me darás. De la burla yo me llevo lo mejor. Con todo, si de estos aguijones me da, traérsela he hasta la cama. ¡Bueno ando! Hácelo esto que me dio mi amo, que sin merced imposible es obrarse bien ninguna cosa.

    CALISTO.- No seas ahora negligente.

    SEMPRONIO.- No lo seas tú, que imposible es hacer siervo diligente el amo perezoso.

    CALISTO.- ¿Cómo has pensado de hacer esta piedad?

    SEMPRONIO.- Yo te lo diré. Días ha grandes que conozco en fin de esta vecindad una vieja barbuda que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay. Entiendo que pasan de cinco mil virgos los que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad. A las duras peñas promoverá y provocará a lujuria si quiere.

    CALISTO.- ¿Podríala yo hablar?

    SEMPRONIO.- Yo te la traeré hasta acá. Por eso, aparéjate, sele gracioso, sele franco, estudia, mientras voy yo a le decir tu pena tan bien como ella te dará el remedio.

    CALISTO.- ¿Y tardas?

    SEMPRONIO.- Ya voy; quede Dios contigo.

    CALISTO.- Y contigo vaya. ¡Oh todopoderoso, perdurable Dios!, Tú que guías los perdidos y los reyes orientales por el estrella precedente a Belén trajiste y en su patria los redujiste, humilmente te ruego que guíes a mi Sempronio, en manera que convierta mi pena y tristeza en gozo, y yo, indigno, merezca venir en el deseado fin.



  • Y en ese mismo primer Acto, aparece la descripción de la vieja por parte de Pármeno, el criado que tan bien la conoce y que en un principio es fiel a su amo y pretende avisarlo. 



     


    CELESTINA.- Llama.

    SEMPRONIO.- Ta, ta, ta.

    CALISTO.- Pármeno.

    PÁRMENO.- Señor.

    CALISTO.- ¿No oyes, maldito sordo?

    PÁRMENO.- ¿Qué es, señor?

    CALISTO.- A la puerta llaman. ¡Corre!

    PÁRMENO.- ¿Quién es?

    SEMPRONIO.- Abre a mí y a esta dueña.

    PÁRMENO.- Señor, Sempronio y una puta vieja alcoholada daban aquellas porradas.

    CALISTO.- ¡Calla, calla, malvado, que es mi tía! ¡Corre, corre, abre! Siempre lo vi, que por huir hombre de un peligro, cae en otro mayor. Por encubrir yo este hecho de Pármeno, a quien amor o fidelidad o temor pusieran freno, caí en indignación de ésta, que no tiene menor poderío en mi vida que Dios.

    PÁRMENO.- ¿Por qué, señor, te matas? ¿Por qué, señor, te congojas? ¿Y tú piensas que es vituperio en las orejas de ésta el nombre que la llamé? No lo creas, que así se glorifica en le oír, como tú cuando dicen «diestro caballero es Calisto». Y demás de esto es nombrada y por tal título conocida. Si entre cien mujeres va y alguno dice «¡puta vieja!», sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara. En los convites, en las fiestas, en las bodas, en las cofradías, en los mortuorios, en todos los ayuntamientos de gentes, con ella pasan tiempo. Si pasa por los perros, aquello suena su ladrido; si está cerca las aves, otra cosa no cantan; si cerca los ganados, balando lo pregonan; si cerca las bestias, rebuznando dicen «¡puta vieja!». Las ranas de los charcos otra cosa no suelen mentar. Si va entre los herreros, aquello dicen sus martillos. Carpinteros y armeros, herradores, caldereros, arcadores, todo oficio de instrumento forma en el aire su nombre. Cantan los carpinteros, péinanla los peinadores, tejedores, labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas, en las segadas con ella pasan el afán cotidiano. Al perder en los tableros, luego suenan sus loores. Todas cosas que son hacen, a doquiera que ella está, el tal nombre representan. ¡Oh, qué comedor de huevos asados era su marido! ¡Qué quieres más, sino que si una piedra topa con otra luego suena «¡puta vieja!»!

    CALISTO.- Y tú, ¿cómo lo sabes y la conoces?

    PÁRMENO.- Saberlo has. Días grandes son pasados que mi madre, mujer pobre, moraba en su vecindad, la cual, rogada por esta Celestina, me dio a ella por sirviente; aunque ella no me conoce por lo poco que la serví y por la mudanza que la edad ha hecho.

    CALISTO.- ¿De qué la servías?

    PÁRMENO.- Señor, iba a la plaza y traíale de comer, y acompañábala, suplía en aquellos menesteres que mi tierna fuerza bastaba. Pero de aquel poco tiempo que la serví, recogía la nueva memoria lo que la vieja no ha podido quitar. Tiene esta buena dueña al cabo de la ciudad, allá cerca de las tenerías, en la cuesta del río, una casa apartada, medio caída, poco compuesta y menos abastada. Ella tenía seis oficios; conviene saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera. Era el primero oficio cobertura de los otros, so color del cual muchas mozas de estas sirvientes entraban en su casa a labrarse y a labrar camisas y gorgueras, y otras muchas cosas. Ninguna venía sin torrezno, trigo, harina o jarro de vino, y de las otras provisiones que podían a sus amas hurtar; y aun otros hurtillos de más cualidad allí se encubrían. Asaz era amiga de estudiantes y despenseros y mozos de abades. A éstos vendía ella aquella sangre inocente de las cuitadillas, la cual ligeramente aventuraban en esfuerzo de la restitución que ella les prometía. Subió su hecho a más, que por medio de aquéllas comunicaba con las más encerradas hasta traer a ejecución su propósito. Y aquéstas, en tiempo honesto, como estaciones, procesiones de noche, misas del gallo, misas del alba y otras secretas devociones, muchas encubiertas vi entrar en su casa. Tras ellas hombres descalzos, contritos y rebozados, desatacados, que entraban allí a llorar sus pecados. ¡Qué tráfagos, si piensas, traía! Hacíase física de niños, tomaba estambre de unas casas, dábalo a hilar en otras, por achaque de entrar en todas. Las unas, «¡Madre acá!», las otras, «¡Madre acullá!», «¡Cata la vieja!», «¡Ya viene el ama!»; de todos muy conocida. Con todos esos afanes nunca pasaba sin misa ni vísperas, ni dejaba monasterios de frailes ni de monjas; esto porque allí hacía ella sus aleluyas y conciertos. Y en su casa hacía perfumes, falsaba estoraques, menjuí, animes, ámbar, algalia, polvillos, almizcles, mosquetes. Tenía una cámara llena de alambiques, de redomillas, de barrilejos de barro, de vidrio, de arambre, de estaño, hechos de mil facciones. Hacía solimán, afeite cocido, argentadas, bujeladas, cerillas, lanillas, unturillas, lustres, lucentores, clarimientes, albalinos y otras aguas de rostro, de rasuras de gamones, de corteza de espantalobos, de dragontea, de hieles, de agraz, de mosto, destiladas y azucaradas. Adelgazaba los cueros con zumos de limones, con turbino, con tuétano de corzo y de garza y otras confecciones. Sacaba agua para oler, de rosas, de azahar, de jazmín, de trébol, de madreselva y clavellinas, mosquetadas y almizcladas, polvorizadas con vino. Hacía lejías para enrubiar, de sarmientos, de carrasca, de centeno, de marrubios, con salitre, con alumbre y milifolia y otras diversas cosas. Y los untos y mantecas que tenía es hastío de decir: de vaca, de oso, de caballos y de camellos, de culebra y de conejo, de ballena, de garza, de alcaraván, de gamo y de gato montés, y de tejón, de arda, de erizo, de nutria. Aparejos para baños, esto es una maravilla: de las hierbas y raíces que tenía en el techo de su casa colgadas, manzanilla y romero, malvaviscos, culantrillo, coronillas, flor de saúco y de mostaza, espliego y laurel blanco, tortarosa y gramonilla, flor salvaje e higueruela, pico de oro y hojatinta. Los aceites que sacaba para el rostro no es cosa de creer: de estoraque y de jazmín, de limón, de pepitas, de violetas, de menjuí, de alfócigos, de piñones, de granillo, de azufaifas, de neguilla, de altramuces, de arvejas y de carillas, y de hierba pajarera, y un poquillo de bálsamo tenía ella en una redomilla que guardaba para aquel rascuño que tenía por las narices. Esto de los virgos, unos hacía de vejiga y otros curaba de punto. Tenía en un tabladillo, en una cajuela pintada, unas agujas delgadas de pellejeros e hilos de seda encerados, y colgadas allí raíces de hojaplasma y fuste sanguino, cebolla albarrana y cepacaballo. Hacía con esto maravillas que, cuando vino por aquí el embajador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenía.

    CALISTO.- ¡Así pudiera ciento!

    PÁRMENO.- ¡Sí, santo Dios! Y remediaba por caridad muchas huérfanas y erradas que se encomendaban a ella. Y en otro apartado tenía para remediar amores y para se querer bien. Tenía huesos de corazón de ciervo, lengua de víbora, cabezas de codornices, sesos de asno, tela de caballo, mantillo de niño, haba morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de hiedra, espina de erizo, pie de tejón, granos de helecho, la piedra del nido del águila y otras mil cosas. Venían a ella muchos hombres y mujeres, y a unos demandaba el pan do mordían; a otros, de su ropa; a otros, de sus cabellos; a otros, pintaba en la palma letras con azafrán; a otros, con bermellón; a otros daba unos corazones de cera llenos de agujas quebradas, y otras cosas en barro y en plomo hechas, muy espantables al ver. Pintaba figuras, decía palabras en tierra. ¿Quién te podrá decir lo que esta vieja hacía? Y todo era burla y mentira.

    CALISTO.- Bien está, Pármeno, déjalo para más oportunidad. Asaz soy de ti avisado, téngotelo en gracia. No nos detengamos, que la necesidad desecha la tardanza. Oye. Aquélla viene rogada, espera más que debe. Vamos, no se indigne. Yo temo y el temor reduce la memoria y a la providencia despierta. ¡Sus! Vamos, proveamos. Pero ruégote, Pármeno, la envidia de Sempronio, que en esto me sirve y complace, no ponga impedimento en el remedio de mi vida, que si para él hubo jubón, para ti no faltará sayo. Ni pienses que tengo en menos tu consejo y aviso que su trabajo y obra, como lo espiritual sepa yo que precede a lo corporal. Y puesto que las bestias corporalmente trabajen más que los hombres, por eso son pensadas y curadas, pero no amigas de ellos. En tal diferencia serás conmigo en respeto de Sempronio, y so secreto sello, pospuesto el dominio, por tal amigo a ti me concedo.

    PÁRMENO.- Quéjome, señor, de la duda de mi fidelidad y servicio, por los prometimientos y amonestaciones tuyas. ¿Cuándo me viste, señor, envidiar, o por ningún interés ni resabio tu provecho estorcer?

    CALISTO.- No te escandalices, que sin duda tus costumbres y gentil crianza en mis ojos, ante todos los que me sirven, están. Mas, como en caso tan arduo, do todo mi bien y vida pende, es necesario proveer, proveo a los acontecimientos, como quiera que creo que tus buenas costumbres sobre buen natural florecen, como el buen natural sea principio del artificio. Y no más, si no vamos a ver la salud.

    CELESTINA.- Pasos oigo. Acá desciende. Haz, Sempronio, que no lo oyes. Escucha y déjame hablar lo que a ti y a mí me conviene.

    SEMPRONIO.- Habla.

    CELESTINA.- No me congojes ni me importunes, que sobrecargar el cuidado es aguijar el animal congojoso. Así sientes la pena de tu amo Calisto que parece que tú eres él y él tú, y que los tormentos son en un mismo sujeto. Pues cree que yo no vine acá por dejar este pleito indeciso o morir en la demanda.



  • Ya en el Acto III encontramos a Celestina de lleno en el negocio, poniendo en práctica la profesión de la que se jacta ser la mejor, mediante un conjuro demoníaco para lograr doblegar la voluntad de la esquiva y enérgica Melibea. 



     
    CELESTINA.- Pues sube presto al sobrado alto de la solana y baja acá el bote del aceite serpentino que hallarás colgado del pedazo de la soga que traje del campo la otra noche, cuando llovía y hacía oscuro. Y abre el arca de los lizos, y hacia la mano derecha hallarás un papel escrito con sangre de murciélago, debajo de aquel ala de drago a que sacamos ayer las uñas. Mira no derrames el agua de mayo que me trajeron a confeccionar.

    ELICIA.- Madre, no está donde dices; jamás te acuerdas a cosa que guardas.

    CELESTINA.- No me castigues, por Dios, a mi vejez. No me maltrates, Elicia. No enfinjas porque está aquí Sempronio ni te ensoberbezcas, que más me quiere a mí por consejera que a ti por amiga, aunque tú le ames mucho. Entra en la cámara de los ungüentos, y en la pelleja del gato negro, donde te mandé meter los ojos de la loba, le hallarás, y baja la sangre del cabrón y unas poquitas de las barbas que tú le cortaste.

    ELICIA.- Toma, madre, veslo aquí; yo me subo, y Sempronio, arriba.

    CELESTINA.- Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la Corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos, que los hirvientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres Furias, Tesífone, Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del reino de Estigia y Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales, y litigioso Caos, mantenedor de las volantes harpías, con toda la otra compañía de espantables y pavorosas hidras. Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras; por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas; por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen; por la áspera ponzoña de las víboras de que este aceite fue hecho, con el cual unto este hilado. Vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad y en ello te envuelvas y con ello estés sin un momento te partir, hasta que Melibea, con aparejada oportunidad que haya, lo compre, y con ello de tal manera quede enredada que, cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición. Y se le abras, y lastimes del crudo y fuerte amor de Calisto, tanto que, despedida toda honestidad, se descubra a mí y me galardone mis pasos y mensaje. Y esto hecho, pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, tendrasme por capital enemiga; heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre. Y otra y otra vez te conjuro. Así confiando en mi mucho poder, me parto para allá con mi hilado, donde creo te llevo ya envuelto.


  • En el Acto IV, Celestina va a la casa de la joven, animada por la seguridad que le da el conjuro,y se encuentra con su ira nada másmencionar el sufrimiento de su enamorado, Calisto. Pero además del conjuro,la vieja cuenta con otras armas no menos poderosas: la astucia y la elocuencia.



    Acto IV:" La habilidad de Celestina y la ira de Melibea"

    ALISA.- Pues, Melibea, contenta a la vecina en todo lo que razón fuere darle por el hilado. Y tú, madre, perdóname, que otro día se vendrá en que más nos veamos.

    CELESTINA.- Señora, el perdón sobraría donde el yerro falta. De Dios seas perdonada, que buena compañía me queda. Dios la deje gozar su noble juventud y florida mocedad, que es tiempo en que más placeres y mayores deleites se alcanzarán. Que, a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo por venir, vecina de la muerte, choza sin rama que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega.

    MELIBEA.- ¿Por qué dices, madre, tanto mal de lo que todo el mundo con tanta eficacia gozar y ver desea?

    CELESTINA.- Desean harto mal para sí, desean harto trabajo. Desean llegar allá porque llegando viven y el vivir es dulce y viviendo envejecen. Así que el niño desea ser mozo y el mozo viejo y el viejo, más; aunque con dolor. Todo por vivir, porque dicen «viva la gallina con su pepita». Pero, ¿quién te podría contar, señora, sus daños, sus inconvenientes, sus fatigas, sus cuidados, sus enfermedades, su frío, su calor, su descontentamiento, su rencilla, su pesadumbre, aquel arrugar de cara, aquel mudar de cabellos su primera y fresca color, aquel poco oír, aquel debilitado ver, puestos los ojos a la sombra, aquel hundimiento de boca, aquel caer de dientes, aquel carecer de fuerza, aquel flaco andar, aquel espacioso comer? Pues ¡ay, ay, señora!, si lo dicho viene acompañado de pobreza, allí verás callar todos los otros trabajos, cuando sobra la gana y falta la provisión, que jamás sentí peor ahíto que de hambre.



    (...)
    MELIBEA.- Madre, gran pena tendrás por la edad que perdiste. ¿Querrías volver a la primera?

    CELESTINA.- Loco es, señora, el caminante que, enojado del trabajo del día, quisiese volver de comienzo la jornada para tornar otra vez a aquel lugar, que todas aquellas cosas cuya posesión no es agradable, más vale poseerlas que esperarlas, porque más cerca está el fin de ellas cuanto más andado del comienzo. No hay cosa más dulce ni graciosa al muy cansado que el mesón. Así que, aunque la mocedad sea alegre, el verdadero viejo no la desea, porque el que de razón y seso carece, cuasi otra cosa no ama sino lo que perdió.

    MELIBEA.- Siquiera por vivir más, es bueno desear lo que digo.

    CELESTINA.- Tan presto, señora, se va el cordero como el carnero. Ninguno es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan mozo que hoy no pudiese morir. Así que en esto poca ventaja nos lleváis.

    MELIBEA.- Espantada me tienes con lo que has hablado. Indicio me dan tus razones que te haya visto en otro tiempo. Dime, madre, ¿eres tú Celestina, la que solía morar a las tenerías cabe el río?

    CELESTINA.- Hasta que Dios quiera.

    MELIBEA.- Vieja te has parado. Bien dicen que los días no van en balde. Así goce de mí, no te conociera, sino por esa señaleja de la cara. Figúraseme que eras hermosa. Otra pareces, muy mudada estás.

    LUCRECIA.- ¡Ji, ji, ji! ¡Mudada está el diablo! ¡Hermosa era con aquel su «Dios os salve» que traviesa la media cara!

    MELIBEA.- ¿Qué hablas, loca? ¿Qué es lo que dices? ¿De qué te ríes?

    LUCRECIA.- De cómo no conocías a la madre.

    CELESTINA.- Señora, ten tú el tiempo que no ande, tendré yo mi forma que no se mude. ¿No has leído que dicen «vendrá el día que en el espejo no te conozcas»? Pero también yo encanecí temprano y parezco de doblada edad. Que así goce de esta alma pecadora y tú de ese cuerpo gracioso, que de cuatro hijas que parió mi madre, yo fui la menor. Mira cómo no soy vieja como me juzgan.

    MELIBEA.- Celestina, amiga, yo he holgado mucho en verte y conocerte. También hasme dado placer con tus razones. Toma tu dinero y vete con Dios, que me parece que no debes haber comido.

    CELESTINA.- ¡Oh angélica imagen! ¡Oh perla preciosa, y cómo te lo dices! Gozo me toma en verte hablar. ¿Y no sabes que por la divina boca fue dicho contra aquel infernal tentador que no de solo pan viviremos? Pues así es, que no el solo comer mantiene, mayormente a mí, que me suelo estar uno y dos días negociando encomiendas ajenas ayuna, salvo hacer por los buenos, morir por ellos. Esto tuve siempre, querer más trabajar sirviendo a otros que holgar contentando a mí. Pues, si tú me das licencia, direte la necesitada causa de mi venida, que es otra que la que hasta ahora has oído, y tal, que todos perderíamos en me tornar en balde sin que la sepas.

    MELIBEA.- Di, madre, todas tus necesidades, que si yo las pudiere remediar, de muy buen grado lo haré, por el pasado conocimiento y vecindad que pone obligación a los buenos.

    CELESTINA.- ¿Mías, señora? Antes ajenas, como tengo dicho, que las mías de mi puerta adentro me las paso sin que las sienta la tierra, comiendo cuando puedo, bebiendo cuando lo tengo. Que con mi pobreza jamás me faltó, a Dios gracias, una blanca para pan y un cuarto para vino, después que enviudé, que antes no tenía yo cuidado de lo buscar, que sobrado estaba en un cuero en mi casa, y uno lleno y otro vacío. Jamás me acosté sin comer una tostada en vino y dos docenas de sorbos, por amor de la madre, tras cada sopa. (...) Ha venido esto, señora, por lo que decía de las ajenas necesidades y no mías.

    MELIBEA.- Pide lo que querrás, sea para quien fuere.

    CELESTINA.- Doncella graciosa y de alto linaje, tu suave habla y alegre gesto, junto con el aparejo de liberalidad que muestras con esta pobre vieja, me dan osadía a te lo decir. Yo dejo un enfermo a la muerte, que con sola palabra de tu noble boca salida que le lleve metida en mi seno, tiene por fe que sanará, según la mucha devoción tiene en tu gentileza.

    MELIBEA.- Vieja honrada, no te entiendo, si más no declaras tu demanda. Por una parte, me alteras y provocas a enojo; por otra, me mueves a compasión. No te sabría volver respuesta conveniente, según lo poco que he sentido de tu habla. Que yo soy dichosa si de mi palabra hay necesidad para salud de algún cristiano, porque hacer beneficio es semejar a Dios, y más que el que beneficio lo recibe cuando es a persona que le merece. Y el que puede sanar al que padece, no lo haciendo, le mata. Así que no ceses tu petición por empacho ni temor.

    CELESTINA.- El temor perdí mirando, señora, tu beldad, que no puedo creer que en balde pintase Dios unos gestos más perfectos que otros, más dotados de gracias, más hermosas facciones, sino para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión, ministros de sus mercedes y dádivas, como a ti. Pues como todos seamos humanos, nacidos para morir, y sea cierto que no se puede decir nacido el que para sí solo nació. Porque sería semejante a los brutos animales, en los cuales aun hay algunos piadosos, como se dice del unicornio, que se humilla a cualquiera doncella. (...)

    MELIBEA.- Por Dios, sin más dilatar, me digas quién es ese doliente, que de mal tan perplejo se siente que su pasión y remedio salen de una misma fuente.

    CELESTINA.- Bien tendrás, señora, noticia en esta ciudad de un caballero mancebo, gentilhombre de clara sangre, que llaman Calisto.

    MELIBEA.- ¡Ya, ya, ya! Buena vieja, no me digas más, no pases adelante. ¿Ése es el doliente por quien has hecho tantas premisas en tu demanda?, ¿por quien has venido a buscar la muerte para ti?, ¿por quien has dado tan dañosos pasos, desvergonzada barbuda? ¿Qué siente ese perdido, que con tanta pasión vienes? De locura será su mal. ¿Qué te parece? Si me hallaras sin sospecha de ese loco, ¿con qué palabras me entrabas? No se dice en vano que el más empecible miembro del mal hombre o mujer es la lengua. ¡Quemada seas, alcahueta, falsa, hechicera, enemiga de honestad, causadora de secretos yerros! ¡Jesú, Jesú! ¡Quítamela, Lucrecia, de delante, que me fino, que no me ha dejado gota de sangre en el cuerpo! Bien se lo merece, esto y más, quien a estas tales da oídos. Por cierto, si no mirase a mi honestidad, y por no publicar su osadía de ese atrevido, yo te hiciera, malvada, que tu razón y vida acabaran en un tiempo.

    CELESTINA.- ¡En hora mala acá vine, si me falta mi conjuro! ¡Ea, pues, bien sé a quién digo! ¡Ce, hermano, que se va todo a perder!

    MELIBEA.- ¿Aun hablas entre dientes delante mí para acrecentar mi enojo y doblar tu pena? ¿Querrías condenar mi honestidad por dar vida a un loco? ¿Dejar a mí triste por alegrar a él y llevar tú el provecho de mi perdición, el galardón de mi yerro? ¿Perder y destruir la casa y la honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita como tú? ¿Piensas que no tengo sentidas tus pisadas y entendido tu dañado mensaje? Pues yo te certifico que las albricias que de aquí saques no sean sino estorbarte de más ofender a Dios, dando fin a tus días. Respóndeme, traidora, ¿cómo osaste tanto hacer?

    CELESTINA.- Tu temor, señora, tiene ocupada mi disculpa. Mi inocencia me da osadía, tu presencia me turba en verla irada y lo que más siento y me pena es recibir enojo sin razón ninguna. Por Dios, señora, que me dejes concluir mi dicho, que ni él quedará culpado ni yo condenada, y verás cómo es todo más servicio de Dios que pasos deshonestos; más para dar salud al enfermo que para dañar la fama al médico. Si pensara, señora, que tan de ligero habías de conjeturar de lo pasado nocibles sospechas, no bastara tu licencia para me dar osadía a hablar en cosa que a Calisto ni a otro hombre tocase.

    MELIBEA.- ¡Jesú! No oiga yo mentar más ese loco, saltaparedes, fantasma de noche, luengo como cigüeña, figura de paramento mal pintado; si no, aquí me caeré muerta. ¡Éste es el que el otro día me vio y comenzó a desvariar conmigo en razones haciendo mucho del galán! Dirasle, buena vieja, que si pensó que ya era todo suyo y quedaba por él el campo, porque holgué más de consentir sus necedades que castigar su yerro, quise más dejarle por loco que publicar su atrevimiento. Pues avísale que se aparte de este propósito y serle ha sano; si no, podrá ser que no haya comprado tan cara habla en su vida. Pues sabe que no es vencido sino el que se cree serlo, y yo quedé bien segura y él ufano. De los locos es estimar a todos los otros de su calidad, y tú, tórnate con su misma razón, que respuesta de mí otra no habrás ni la esperes, que por demás es ruego a quien no puede haber misericordia, y da gracias a Dios, pues tan libre vas de esta feria. Bien me habían dicho quién tú eras y avisado de tus propiedades, aunque ahora no te conocía.

    CELESTINA.- ¡Más fuerte estaba Troya, y aun otras más bravas he yo amansado! Ninguna tempestad mucho dura.

    MELIBEA.- ¿Qué dices, enemiga? Habla, que te pueda oír. ¿Tienes disculpa alguna para satisfacer mi enojo y excusar tu yerro y osadía?

    CELESTINA.- Mientras viviere tu ira, más dañará mi descargo, que estás muy rigurosa y no me maravillo, que la sangre nueva poca calor ha menester para hervir.

    MELIBEA.- ¿Poca calor? Poca la puedes llamar, pues quedaste tú viva y yo quejosa sobre tan gran atrevimiento. ¿Qué palabra podías tú querer para ese tal hombre que a mí bien me estuviese? Responde, pues dices que no has concluido, y quizá pagarás lo pasado.

    CELESTINA.- Una oración, señora, que le dijeron que sabías de Santa Polonia para el dolor de las muelas. Asimismo tu cordón, que es fama que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalén. Aquel caballero que dije pena y muere de ellas. Ésta fue mi venida. Pero, pues en mi dicha estaba tu airada respuesta, padézcase él su dolor en pago de buscar tan desdichada mensajera, que, pues en tu mucha virtud me faltó piedad, también me faltará agua si a la mar me enviara. Pero ya sabes que el deleite de la venganza dura un momento, y el de la misericordia para siempre.

    MELIBEA.- Si eso querías, ¿por qué luego no me lo expresaste? ¿Por qué me lo dijiste por tales palabras?

    CELESTINA.- Señora, porque mi limpio motivo me hizo creer que, aunque en otras cualesquier lo propusiera, no se había de sospechar mal. Que si faltó el debido preámbulo fue porque la verdad no es necesario abundar de muchas colores. Compasión de su dolor, confianza de tu magnificencia, ahogaron en mi boca al principio la expresión de la causa. Y pues conoces, señora,que el dolor turba, la turbación desmanda y altera la lengua, la cual había de estar siempre atada con el seso; por Dios que no me culpes. Y si el otro yerro ha hecho, no redunde en mi daño, pues no tengo otra culpa sino ser mensajera del culpado. No quiebre la soga por lo más delgado. No semejes la telaraña, que no muestra su fuerza sino contra los flacos animales. No paguen justos por pecadores. (...) no es otro mi oficio sino servir a los semejantes. De esto vivo y de esto me arreo. Nunca fue mi voluntad enojar a unos por agradar a otros, aunque hayan dicho a tu merced en mi ausencia otra cosa. Al fin, señora, a la firme verdad el viento del vulgo no la empece. Una sola soy en este limpio trato. En toda la ciudad pocos tengo descontentos. Con todos cumplo, los que algo me mandan, como si tuviese veinte pies y otras tantas manos.

    MELIBEA.- No me maravillo, que un solo maestro de vicios dicen que basta para corromper un gran pueblo. Por cierto, tantos y tales loores me han dicho de tus falsas mañas que no sé si crea que pedías oración.

    CELESTINA.- Nunca yo la rece, y si la rezare no sea oída, si otra cosa de mí se saque, aunque mil tormentos me diesen.

    MELIBEA.- Mi pasada alteración me impide a reír de tu disculpa, que bien sé que ni juramento ni tormento te hará decir verdad, que no es en tu mano.

    CELESTINA.- Eres mi señora. Téngote de callar, hete yo de servir, hasme tú de mandar. Tu mala palabra será víspera de una saya.

    MELIBEA.- Bien lo has merecido.

    CELESTINA.- Si no la he ganado con la lengua, no la he perdido con la intención.

    MELIBEA.- Tanto afirmas tu ignorancia que me haces creerlo que puede ser. Quiero, pues, en tu dudosa disculpa tener la sentencia en peso y no disponer de tu demanda al sabor de ligera interpretación. No tengas en mucho ni te maravilles de mi pasado sentimiento, porque concurrieron dos cosas en tu habla, que cualquiera de ellas era bastante para me sacar de seso: nombrarme ese tu caballero que conmigo se atrevió a hablar, y también pedirme palabra sin más causa, que no se podía sospechar sino daño para mi honra. Pero, pues todo viene de buena parte, de lo pasado haya perdón, que en alguna manera es aliviado mi corazón viendo que es obra pía y santa sanar los apasionados y enfermos.

    CELESTINA.- ¡Y tal enfermo, señora! Por Dios, si bien le conocieses, no le juzgases por el que has dicho y mostrado con tu ira. En Dios y en mi alma, no tiene hiel; gracias, dos mil; en franqueza, Alejandro; en esfuerzo, Héctor; gesto de un rey; gracioso, alegre, jamás reina en él tristeza. De noble sangre, como sabes, gran justador, pues verlo armado, un San Jorge. Fuerza y esfuerzo no tuvo Hércules tanta. La presencia y facciones, disposición, desenvoltura, otra lengua había menester para las contar. Todo junto semeja ángel del cielo. Por fe tengo que no era tan hermoso aquel gentil Narciso que se enamoró de su propia figura cuando se vio en las aguas de la fuente. Ahora, señora, tiénele derribado una sola muela que jamás cesa de quejar.

    MELIBEA.- ¿Y qué tanto tiempo ha?

    CELESTINA.- Podrá ser, señora, de veintitrés años, que aquí está Celestina, que le vio nacer y le tomó a los pies de su madre.

    MELIBEA.- Ni te pregunto eso ni tengo necesidad de saber su edad; sino qué tanto ha que tiene el mal.

    CELESTINA.- Señora, ocho días, que parece que ha un año en su flaqueza. Y el mayor remedio que tiene es tomar una vihuela, y tañe tantas canciones y tan lastimeras que no creo que fueron otras las que compuso aquel Emperador y gran músico Adriano de la partida del ánima, por sufrir sin desmayo la ya vecina muerte. Que, aunque yo sé poco de música, parece que hace aquella vihuela hablar. Pues, si acaso canta, de mejor gana se paran las aves a le oír que no a aquel Anfión, de quien se dice que movía los árboles y piedras con su canto. Siendo éste nacido, no alabaran a Orfeo. Mira, señora, si una pobre vieja como yo, si se hallará dichosa en dar la vida a quien tales gracias tiene. Ninguna mujer lo ve que no alabe a Dios, que así lo pintó, pues, si le habla acaso, no es más señora de sí de lo que él ordena. Y pues tanta razón tengo, juzga, señora, por bueno mi propósito, mis pasos saludables y vacíos de sospecha.

    MELIBEA.- ¡Oh cuánto me pesa con la falta de mi paciencia, porque, siendo él ignorante y tú inocente, habéis padecido las alteraciones de mi airada lengua! Pero la mucha razón me releva de culpa, la cual tu habla sospechosa causó. En pago de tu buen sufrimiento, quiero cumplir tu demanda y darte luego mi cordón. Y, porque para escribir la oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente.

    LUCRECIA.- ¡Ya, ya, perdida es mi ama! Secretamente quiere que venga Celestina. Fraude hay; más le querrá dar que lo dicho.

    MELIBEA.- ¿Qué dices, Lucrecia?

    LUCRECIA.- Señora, que baste lo dicho, que es tarde.

    MELIBEA.- Pues, madre, no le des parte de lo que pasó a ese caballero, por que no me tenga por cruel o arrebatada o deshonesta.

    LUCRECIA.- No miento yo, que mal va este hecho.

    CELESTINA.- Mucho me maravillo, señora Melibea, de la duda que tienes de mi secreto. No temas, que todo lo sé sufrir y encubrir, que bien veo que tu mucha sospecha echó, como suele, mis razones a la más triste parte. Yo voy con tu cordón tan alegre que se me figura que está diciéndole allá el corazón la merced que nos hiciste y que lo tengo de hallar aliviado.

    MELIBEA.- Más haré por tu doliente, si menester fuere, en pago de lo sufrido.

    CELESTINA.- Más será menester y más harás, y aunque no se te agradezca.

    MELIBEA.- ¿Qué dices, madre, de agradecer?

    CELESTINA.- Digo, señora, que todos lo agradecemos y serviremos, y todos obligados. Que la paga más cierta es cuando más la tienen de cumplir.

    LUCRECIA.- ¡Trastócame esas palabras!

    CELESTINA.- ¡Hija Lucrecia! ¡Ce! Irás a casa y darte he una lejía con que pares esos cabellos más que el oro. No lo digas a tu señora, y aun darte he unos polvos para quitarte ese olor de la boca, que te huele un poco, que en el reino no lo sabe hacer otra sino yo, y no hay cosa que peor en la mujer parezca.

    LUCRECIA.- Oh, Dios te dé buena vejez, que más necesidad tenía de todo eso que de comer.

    CELESTINA.- Pues, ¿por qué murmuras contra mí, loquilla? Calla, que no sabes si me habrás menester en cosa de más importancia. No provoques a ira a tu señora más de lo que ella ha estado. Déjame ir en paz.

    MELIBEA.- ¿Qué le dices, madre?

    CELESTINA.- Señora, acá nos entendemos.

    MELIBEA.- Dímelo, que me enojo cuando yo presente se habla cosa de que no haya parte.

    CELESTINA.- Señora, que te acuerde la oración, para que la mandes escribir. Y que aprenda de mí a tener mesura en el tiempo de tu ira, en la cual yo usé lo que se dice que del airado es de apartar por poco tiempo, del enemigo por mucho. Pues tú, señora, tenías ira con lo que sospechaste de mis palabras, no enemistad. Porque, aunque fueran las que tú pensabas, en sí no eran malas, que cada día hay hombres penados por mujeres y mujeres por hombres, y esto obra la natura. Y la natura ordenola Dios, y Dios no hizo cosa mala. Y así quedaba mi demanda, comoquiera que fuese, en sí loable, pues de tal tronco procede, y yo libre de pena. Más razones de éstas te diría, sino porque la prolijidad es enojosa al que oye y dañosa al que habla.

    MELIBEA.- En todo has tenido buen tiento, así en el poco hablar en mi enojo como con el mucho sufrir.

    CELESTINA.- Señora, sufrite con temor, porque te airaste con razón. Porque con la ira morando, poder no es sino rayo. Y por esto pasé tu rigurosa habla hasta que su almacén hubiese gastado.

    MELIBEA.- En cargo te es ese caballero.

    CELESTINA.- Señora, más merece, y si algo con mi ruego para él he alcanzado, con la tardanza lo he dañado. Yo me parto para él, si licencia me das.

    MELIBEA.- Mientras más aína la hubieras pedido, más de grado la hubieras recaudado. Ve con Dios, que ni tu mensaje me ha traído provecho ni de tu ida me puede venir daño




  • Y así, en el acto X, aparece Melibea completamente transformada y ansiosa,esperando a la vieja para concertar un encuentro con Calisto, del que confiesa estar perdidamente enamorada. ¿Cómo se explica esto? Celestina lo tiene claro... 




     

    Acto X: "La transformación de Melibea"

    MELIBEA.- ¡Oh lastimada de mí! ¡Oh mal proveída doncella! ¿Y no me fuera mejor conceder su petición y demanda ayer a Celestina, cuando de parte de aquel señor, cuya vista me cautivó, me fue rogado, y contentarle a él y sanar a mí, que no venir por fuerza a descubrir mi llaga, cuando no me sea agradecido, cuando ya desconfiando de mi buena respuesta haya puesto sus ojos en amor de otra? ¡Cuánta más ventaja tuviera mi prometimiento rogado que mi ofrecimiento forzoso! ¡Oh mi fiel criada Lucrecia! ¿Qué dirás de mí? ¿Qué pensarás de mi seso, cuando me veas publicar lo que a ti jamás he querido descubrir? ¡Cómo te espantarás del rompimiento de mi honestidad y vergüenza, que siempre, como encerrada doncella, acostumbré tener! No sé si habrás barruntado de dónde proceda mi dolor. ¡Oh, si ya vinieses con aquella medianera de mi salud! ¡Oh soberano Dios! A ti, que todos los atribulados llaman, los apasionados piden remedio, los llagados medicina. A ti, que los cielos, mar, tierra con los infernales centros obedecen; a ti, el cual todas las cosas a los hombres sojuzgaste, humilmente suplico des a mi herido corazón sufrimiento y paciencia con que mi terrible pasión pueda disimular. No se desdore aquella hoja de castidad que tengo asentada sobre este amoroso deseo, publicando ser otro mi dolor que no el que me atormenta. Pero, ¿cómo lo podré hacer, lastimándome tan cruelmente el ponzoñoso bocado que la vista de su presencia de aquel caballero me dio? ¡Oh género femíneo, encogido y frágil! ¿Por qué no fue también a las hembras concedido poder descubrir su congojoso y ardiente amor, como a los varones? Que ni Calisto viviera quejoso ni yo penada.

     
    LUCRECIA.- Tía, detente un poquito cabe esta puerta. Entraré a ver con quién está hablando mi señora. Entra, entra, que consigo lo ha.

    MELIBEA.- Lucrecia, echa esa antepuerta. ¡Oh vieja sabia y honrada, tú seas bienvenida! ¿Qué te parece cómo ha querido mi dicha y la fortuna ha rodeado que yo tuviese de tu saber necesidad, para que tan presto me hubieses de pagar en la misma moneda el beneficio que por ti me fue demandado para ese gentilhombre que curabas con la virtud de mi cordón?

    CELESTINA.- ¿Qué es, señora, tu mal, que así muestra las señas de su tormento en las coloradas colores de tu gesto?

    MELIBEA.- Madre mía, que comen este corazón serpientes dentro de mi cuerpo.

    CELESTINA.- Bien está. Así lo quería yo. Tú me pagarás, doña loca, la sobra de tu ira.

    MELIBEA.- ¿Qué dices? ¿Has sentido en verme alguna causa donde mi mal proceda?

    CELESTINA.- No me has, señora, declarado la calidad del mal. ¿Quieres que adivine la causa? Lo que yo digo es que recibo mucha pena de ver triste tu graciosa presencia.

    MELIBEA.- Vieja honrada, alégramela tú, que grandes nuevas me han dado de tu saber.

    CELESTINA.- Señora, el sabidor sólo Dios es. Pero como para salud y remedio de las enfermedades fueron reputadas las gracias en las gentes de hallar las melecinas, de ellas por experiencia, de ellas por arte, de ellas por natural instinto alguna partecilla alcanzó a esta pobre vieja, de la cual al presente podrás ser servida.

    MELIBEA.- ¡Oh qué gracioso y agradable me es oírte! Saludable es al enfermo la alegre cara del que le visita. Paréceme que veo mi corazón entre tus manos hecho pedazos. El cual, si tú quisieses, con muy poco trabajo juntarías con la virtud de tu lengua, no de otra manera que cuando vio en sueños aquel grande Alejandro, rey de Macedonia, en la boca del dragón la saludable raíz con que sanó a su criado Tolomeo del bocado de la víbora. Pues, por amor de Dios, te despojes para más diligente entender en mi mal y me des algún remedio.

    CELESTINA.- Gran parte de la salud es desearla, por lo cual creo menos peligroso ser tu dolor. Pero para yo dar, mediante Dios, congrua y saludable melecina, es necesario saber de ti tres cosas. La primera, a qué parte de tu cuerpo más declina y aqueja el sentimiento. Otra, si es nuevamente por ti sentido, porque más presto se curan las tiernas enfermedades en sus principios que cuando han hecho curso en la perseveración de su oficio. Mejor se doman los animales en su primera edad que cuando es su cuero endurecido para venir mansos a la melena. Mejor crecen las plantas que tiernas y nuevas se trasponen que las que fructificando ya se mudan. Muy mejor se despide el nuevo pecado que aquel que por costumbre antigua cometemos cada día. La tercera, si procedió de algún cruel pensamiento que asentó en aquel lugar. Y esto sabido, verás obrar mi cura. Por ende cumple que al médico, como al confesor, se hable toda verdad abiertamente.

    MELIBEA.- Amiga Celestina, mujer bien sabia y maestra grande, mucho has abierto el camino por donde mi mal te pueda especificar. Por cierto, tú lo pides como mujer bien experta en curar tales enfermedades. Mi mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas partes. Lo segundo, es nuevamente nacido en mi cuerpo, que no pensé jamás que podía dolor privar el seso, como éste hace. Túrbame la cara, quítame el comer, no puedo dormir, ningún género de risa querría ver. La causa o pensamiento, que es la final cosa por ti preguntada de mi mal, ésta no sabré decirte, porque ni muerte de deudo, ni pérdida de temporales bienes, ni sobresalto de visión, ni sueño desvariado ni otra cosa puedo sentir que fuese, salvo alteración que tú me causaste con la demanda que sospeché de parte de aquel caballero Calisto cuando me pediste la oración.

    CELESTINA.- ¿Cómo, señora, tan mal hombre es aquél? ¿Tan mal nombre es el suyo que en sólo ser nombrado trae consigo ponzoña su sonido? No creas que sea ésa la causa de tu sentimiento, antes otra que yo barrunto. Y pues que así es, si tú licencia me das, yo, señora, te la diré.

    MELIBEA.- ¿Cómo, Celestina, qué es ese nuevo salario que pides? ¿De licencia tienes tú necesidad para me dar la salud? ¿Cuál médico jamás pidió tal seguro para curar al paciente? Di, di, que siempre la tienes de mí, tal que mi honra no dañes con tus palabras.

    CELESTINA.- Véote, señora, por una parte quejar el dolor; por otra, temer la melecina. Tu temor me pone miedo, el miedo silencio, el silencio tregua entre tu llaga y mi melecina. Así que será causa que ni tu dolor cese ni mi venida aproveche.

    MELIBEA.- Cuanto más dilatas la cura tanto más me acrecientas y multiplicas la pena y pasión. O tus melecinas son de polvos de infamia y licor de corrupción, confeccionadas con otro más crudo dolor que el que de parte del paciente se siente, o no es ninguno tu saber. Porque si lo uno o lo otro no te impidiese, cualquiera remedio otro darías sin temor, pues te pido le muestres quedando libre mi honra.

    CELESTINA.- Señora, no tengas por nuevo ser más fuerte de sufrir al herido la ardiente trementina y los ásperos puntos, que lastiman lo llagado y doblan la pasión, que no la primera lisión, que dio sobre sano. Pues si tú quieres ser sana y que te descubra la punta de mi sutil aguja sin temor, haz para tus manos y pies una ligadura de sosiego, para tus ojos una cobertura de piedad, para tu lengua un freno de silencio, para tus oídos unos algodones de sufrimiento y paciencia. Y verás obrar a la antigua maestra de estas llagas.

    MELIBEA.- ¡Oh cómo me muero con tu dilatar! Di, por Dios, lo que quisieres, haz lo que supieres, que no podrá ser tu remedio tan áspero que iguale con mi pena y tormento. Ahora toque en mi honra, ahora dañe mi fama, ahora lastime mi cuerpo, aunque sea romper mis carnes para sacar mi dolorido corazón, te doy mi fe ser segura y, si siento alivio, bien galardonada.

    LUCRECIA.- El seso tiene perdido mi señora. Gran mal es éste. Cautivádola ha esta hechicera.

    CELESTINA.- Nunca me ha de faltar un diablo acá y acullá. Escapome Dios de Pármeno, tópome con Lucrecia.

    MELIBEA.- ¿Qué dices, amada maestra? ¿Qué te hablaba esa moza?

    CELESTINA.- No le oí nada, pero diga lo que dijere. Sabe que no hay cosa más contraria en las grandes curas delante los animosos cirujanos que los flacos corazones, los cuales, con su gran lástima, con sus doloriosas hablas, con tus sentibles meneos, ponen temor al enfermo, hacen que desconfíe de la salud y al médico enojan y turban. Y la turbación altera la mano, rige sin orden la aguja. Por donde se puede conocer claro que es muy necesario para tu salud que no esté persona delante, y así que la debes mandar salir. Y tú, hija Lucrecia, perdona.

    MELIBEA.- ¡Salte fuera presto!

    LUCRECIA.- ¡Ya, ya! ¡Todo es perdido! Ya me salgo, señora.

    CELESTINA.- Tan bien me da osadía tu gran pena como ver que con tu sospecha has ya tragado alguna parte de mi cura. Pero todavía es necesario traer más clara melecina y más saludable descanso de casa de aquel caballero Calisto.

    MELIBEA.- Calla, por Dios, madre. No traigas de su casa cosa para mi provecho ni le nombres aquí.

    CELESTINA.- Sufre, señora, con paciencia, que es el primer punto y principal. No se quiebre, si no, todo nuestro trabajo es perdido. Tu llaga es grande, tiene necesidad de áspera cura. Y lo duro con duro se ablanda más eficazmente. Y dicen los sabios que la cura del lastimero médico deja mayor señal, y que nunca peligro sin peligro se vence. Ten paciencia, que pocas veces lo molesto sin molestia se cura. Y un clavo con otro se expele, y un dolor con otro. No concibas odio ni desamor, ni consientas a tu lengua decir mal de persona tan virtuosa como Calisto, que si conocido fuese...

    MELIBEA.- ¡Oh, por Dios, que me matas! ¿Y no tengo dicho que no me alabes ese hombre ni me le nombres en bueno ni en malo?

    CELESTINA.- Señora, éste es otro y segundo punto, el cual si tú con tu mal sufrimiento no consientes, poco aprovechará mi venida. Y si, como prometiste, lo sufres, tú quedarás sana y sin deuda, y Calisto sin queja y pagado. Primero te avisé de mi cura y de esta invisible aguja que sin llegar a ti sientes en sólo mentarla en mi boca.

    MELIBEA.- Tantas veces me nombrarás ese tu caballero, que ni mi promesa baste ni la fe que te dí a sufrir tus dichos. ¿De qué ha de quedar pagado? ¿Qué le debo yo a él? ¿Qué le soy en cargo? ¿Qué ha hecho por mí? ¿Qué necesario es él aquí para el propósito de mi mal? Más agradable me sería que rasgases mis carnes y sacases mi corazón que no traer esas palabras aquí.

    CELESTINA.- Sin te romper las vestiduras se lanzó en tu pecho el amor. No rasgaré yo tus carnes para le curar.

    MELIBEA.- ¿Cómo dices que llaman a este mi dolor, que así se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo?

    CELESTINA.- Amor dulce.

    MELIBEA.- Eso me declara qué es, que en sólo oírlo me alegro.

    CELESTINA.- Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte.

    MELIBEA.- ¡Ay, mezquina de mí!, que si verdad es tu relación, dudosa será mi salud, porque, según la contrariedad que esos nombres entre sí muestran, lo que al uno fuere provechoso acarreará al otro más pasión.

    CELESTINA.- No desconfíe, señora, tu noble juventud de salud. Cuando el alto Dios da la llaga, tras ella envía el remedio. Mayormente que sé yo al mundo nacida una flor que de todo esto te delibre.

    MELIBEA.- ¿Cómo se llama?

    CELESTINA.- No te lo oso decir.

    MELIBEA.- Di, no temas.

    CELESTINA.- ¡Calisto! ¡Oh por Dios, señora Melibea!, ¿qué poco esfuerzo es éste? ¿Qué descaecimiento? ¡Oh mezquina yo! ¡Alza la cabeza! ¡Oh malaventurada vieja! ¡En esto han de parar mis pasos! Si muere, matarme han; aunque viva, seré sentida, que ya no podrá sufrir de no publicar su mal y mi cura. Señora mía Melibea, ángel mío, ¿qué has sentido? ¿Qué es de tu habla graciosa? ¿Qué es de tu color alegre? Abre tus claros ojos. ¡Lucrecia, Lucrecia, entra presto acá!, verás amortecida a tu señora entre mis manos. ¡Baja presto por un jarro de agua!

    MELIBEA.- Paso, paso, que yo me esforzaré. No escandalices la casa.

    CELESTINA.- ¡Oh cuitada de mí! No te descaezcas, señora, háblame como sueles.

    MELIBEA.- Y muy mejor. Calla, no me fatigues.

    CELESTINA.- Pues, ¿qué me mandas que haga, perla graciosa? ¿Qué ha sido este tu sentimiento? Creo que se van quebrando mis puntos.

    MELIBEA.- Quebrose mi honestidad, quebrose mi empacho, aflojó mi mucha vergüenza. Y como muy naturales, como muy domésticos, no pudieran tan livianamente despedirse de mi cara que no llevasen consigo su color por algún poco de espacio, mi fuerza, mi lengua y gran parte de mi sentido. ¡Oh!, pues ya, mi buena maestra, mi fiel secretaria, lo que tú tan abiertamente conoces en vano trabajo por te lo encubrir. Muchos y muchos días son pasados que ese noble caballero me habló en amor, tanto me fue entonces su habla enojosa cuanto, después que tú me le tornaste a nombrar, alegre. Cerrado han tus puntos mi llaga, venida soy en tu querer. En mi cordón le llevaste envuelta la posesión de mi libertad. Su dolor de muelas era mi mayor tormento, su pena era la mayor mía. Alabo y loo tu buen sufrimiento, tu cuerda osadía, tu liberal trabajo, tus solícitos y fieles pasos, tu agradable habla, tu buen saber, tu demasiada solicitud, tu provechosa importunidad. Mucho te debe ese señor, y más yo, que jamás pudieron mis reproches aflacar tu esfuerzo y perseverar, confiando en tu mucha astucia. Antes, como fiel servidora, cuando más denostada, más diligente; cuando más disfavor, más esfuerzo; cuando peor respuesta, mejor cara; cuando yo más airada, tú más humilde. Pospuesto todo temor, has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro pensé descubrir.

    CELESTINA.- Amiga y señora mía, no te maravilles, porque estos fines con efecto me dan osadía a sufrir los ásperos y escrupulosos desvíos de las encerradas doncellas como tú. Verdad es que antes que me determinase, así por el camino como en tu casa, estuve en grandes dudas si te descubriría mi petición. Visto el gran poder de tu padre, temía; mirando la gentileza de Calisto, osaba. Vista tu discreción, me recelaba; mirando tu virtud y humanidad, me esforzaba. En lo uno hablaba el miedo, en lo otro la seguridad. Y pues así, señora, has querido descubrir la gran merced que nos has hecho, declara tu voluntad, echa tus secretos en mi regazo. Pon en mis manos el concierto de este concierto. Yo daré forma cómo tu deseo y el de Calisto sean en breve cumplidos.

    MELIBEA.- ¡Oh mi Calisto y mi señor, mi dulce y suave alegría! Si tu corazón siente lo que ahora el mío, maravillada estoy cómo la ausencia te consiente vivir. ¡Oh mi madre y mi señora!, haz de manera como luego le pueda ver, si mi vida quieres.

  • Pero en el acto XII, justo tras el primer encuentro de los jóvenes amantes, comienza una sucesión de muertes de todos los implicados en el lío. La primera, cómo no, la de propia Celestina, víctima de su gran pasión: la codicia. 


     

    Acto XII: Muerte de Celestina


    PÁRMENO.- ¿A dónde iremos, Sempronio? ¿A la cama a dormir o a la cocina a almorzar?

    SEMPRONIO.- Ve tú donde quisieres, que, antes que venga el día, quiero yo ir a Celestina a cobrar mi parte de la cadena. Que es una puta vieja, no le quiero dar tiempo en que fabrique alguna ruindad con que nos excluya.

    PÁRMENO.- Bien dices. Olvidádolo había. Vamos entrambos y, si en eso se pone, espantémosla de manera que le pese, que sobre dinero no hay amistad.

    SEMPRONIO.- ¡Ce, ce, calla!, que duerme cabe esta ventanilla. Ta, ta, señora Celestina, ábrenos.

    CELESTINA.- ¿Quién llama?

    SEMPRONIO.- Abre, que son tus hijos.

    CELESTINA.- No tengo yo hijos que anden a tal hora.

    SEMPRONIO.- Ábrenos a Pármeno y Sempronio, que nos venimos acá almorzar contigo.

    CELESTINA.- ¡Oh locos traviesos! Entrad, entrad. ¿Cómo venís a tal hora, que ya amanece? ¿Qué habéis hecho? ¿Qué os ha pasado? ¿Despidiose la esperanza de Calisto o vive todavía con ella, o cómo queda?



    SEMPRONIO.- ¿Cómo, madre? Si por nosotros no fuera ya anduviera su alma buscando posada para siempre. Que, si estimarse pudiese a lo que de allí nos queda obligado, no sería su hacienda bastante a cumplir la deuda, si verdad es lo que dicen que la vida y persona es más digna y de más valor que otra cosa ninguna.

    CELESTINA.- ¡Jesú! ¿Que en tanta afrenta os habéis visto? Cuéntamelo, por Dios.

    SEMPRONIO.- Mira qué tanta que, por mi vida, la sangre me hierve en el cuerpo en tornarlo a pensar.

    CELESTINA.- Reposa, por Dios, y dímelo.

    PÁRMENO.- Cosa larga le pides, según venimos alterados y cansados del enojo que habemos habido. Harías mejor en aparejarnos a él y a mí de almorzar; quizá nos amansaría algo la alteración que traemos. Que cierto te digo que no querría ya topar hombre que paz quisiese. Mi gloria sería ahora hallar en quién vengar la ira que no pude en los que nos la causaron, por su mucho huir.

    CELESTINA.- ¡Landre me mate si no me espanto en verte tan fiero! Creo que burlas. Dímelo ahora, Sempronio, tú, por mi vida: ¿qué os ha pasado?

    SEMPRONIO.- Por Dios, sin seso vengo, desesperado; aunque para contigo por demás es no templar la ira y todo enojo, y mostrar otro semblante que con los hombres. Jamás me mostré poder mucho con los que poco pueden. Traigo, señora, todas las armas despedazadas, el broquel sin aro, la espada como sierra, el casquete abollado en la capilla. Que no tengo con que salir un paso con mi amo cuando menester me haya, que quedó concertado de ir esta noche que viene a verse por el huerto. Pues, ¿comprarlo de nuevo? ¡No mandó un maravedí en que caiga muerto!

    CELESTINA.- Pídelo, hijo, a tu amo, pues en su servicio se gastó y quebró. Pues sabes que es persona que luego lo cumplirá, que no es de los que dicen «vive conmigo y busca quien te mantenga». Él es tan franco que te dará para eso y para más.

    SEMPRONIO.- ¡Ja! Trae también Pármeno perdidas las suyas; a este cuento en armas se le irá su hacienda. ¿Cómo quieres que le sea tan importuno en pedirle más de lo que él de su propio grado hace, pues es harto? No digan por mí que, dándome un palmo, pido cuatro. Dionos las cien monedas, dionos después la cadena. A tres tales aguijones no tendrá cera en el oído. Caro le costaría este negocio. Contentémonos con lo razonable, no lo perdamos todo por querer más de la razón, que quien mucho abarca poco suele apretar.

    CELESTINA.- ¡Gracioso es el asno! Por mi vejez, que, si sobre comer fuera, que dijera que habíamos todos cargado demasiado. ¿Estás en tu seso, Sempronio? ¿Qué tiene que hacer tu galardón con mi salario, tu soldada con mis mercedes? ¿Soy yo obligada a soldar vuestras armas, a cumplir vuestras faltas? A osadas, que me maten si no te has asido a una palabrilla que te dije el otro día viniendo por la calle, que cuanto yo tenía era tuyo y que, en cuanto pudiese con mis pocas fuerzas, jamás te faltaría. Y que, si Dios me diese buena manderecha con tu amo, que tú no perderías nada. Pues ya sabes, Sempronio, que estos ofrecimientos, estas palabras de buen amor, no obligan. No ha de ser oro cuanto reluce, si no, más barato valdría. Dime, ¿estoy en tu corazón, Sempronio? Verás, si aunque soy vieja, si acierto lo que tú puedes pensar. Tengo, hijo, en buena fe, más pesar, que se me quiere salir esta alma de enojo. Di a esta loca de Elicia, como vine de tu casa, la cadenilla que traje para que se holgase con ella, y no se puede acordar dónde la puso, que en toda esta noche ella ni yo no habemos dormido sueño de pesar. No por su valor de la cadena, que no era mucho, pero por su mal cobro de ella y de mi mala dicha. Entraron unos conocidos y familiares míos en aquella sazón aquí. Temo no la hayan llevado diciendo «si te vi, burleme, etc.». Así que, hijos, ahora que quiero hablar con entrambos, si algo vuestro amo a mí me dio, debéis mirar que es mío; que de tu jubón de brocado no te pedí yo parte ni la quiero. Sirvamos todos, que a todos dará según viere que lo merecen. Que si me ha dado algo, dos veces he puesto por él mi vida al tablero. Más herramienta se me ha embotado en su servicio que a vosotros. Más materiales he gastado, pues habéis de pensar, hijos, que todo me cuesta dinero, aun mi saber, que no lo he alcanzado holgando, de lo cual fuera buen testigo su madre de Pármeno, Dios haya su alma. Esto trabajé yo; a vosotros se os debe esotro. Esto tengo yo por oficio y trabajo; vosotros, por recreación y deleite. Pues así, no habéis vosotros de haber igual galardón de holgar que yo de penar. Pero, aun con todo lo que he dicho, no os despidáis, si mi cadena parece, de sendos pares de calzas de grana, que es el hábito que mejor en los mancebos parece. Y si no, recibid la voluntad, que yo me callaré con mi pérdida. Y todo esto de buen amor, porque holgasteis que hubiese yo antes el provecho de estos pasos que no otra. Y si no os contentarais, de vuestro daño haréis.

    SEMPRONIO.- No es ésta la primera vez que yo he dicho cuánto en los viejos reina este vicio de codicia. Cuando pobre, franca; cuando rica, avarienta. Así que adquiriendo crece la codicia y la pobreza codiciando, y ninguna cosa hace pobre al avariento sino la riqueza. ¡Oh Dios, y cómo crece la necesidad con la abundancia! ¿Quién la oyó esta vieja decir que me llevase yo todo el provecho, si quisiese, de este negocio, pensando que sería poco? Ahora que lo ve crecido no quiere dar nada, por cumplir el refrán de los niños, que dicen «de lo poco, poco; de lo mucho, nada».

    PÁRMENO.- Dete lo que prometió o tomémosselo todo. Harto te decía yo quién era esta vieja, si tú me creyeras.

    CELESTINA.- Si mucho enojo traéis con vosotros, o con vuestro amo o armas, no lo quebréis en mí, que bien sé dónde nace esto. Bien sé y barrunto de qué pie coxqueáis; no cierto de la necesidad que tenéis de lo que pedís, ni aun por la mucha codicia que lo tenéis, sino pensando que os he de tener toda vuestra vida atados y cautivos con Elicia y Areúsa, sin quereros buscar otras. Movéisme estas amenazas de dinero, ponéisme estos temores de la partición. Pues callad, que quien éstas os supo acarrear, os dará otras diez ahora que hay más conocimiento, y más razón, y más merecido de vuestra parte. Y si sé cumplir lo que se promete en este caso, dígalo Pármeno. ¡Dilo, di, no hayas empacho de contar cómo nos pasó cuando a la otra dolía la madre!

    SEMPRONIO.- Yo dígole que se vaya y abájase las bragas; no ando por lo que piensas. No entremetas burlas a nuestra demanda, que con ese galgo no tomarás, si yo puedo, más liebres. Déjate conmigo de razones. A perro viejo, no cuz cuz. Danos las dos partes por cuenta de cuanto de Calisto has recibido; no quieras que se descubra quién tú eres. ¡A los otros, a los otros con esos halagos, vieja!

    CELESTINA.- ¿Quién soy yo, Sempronio? ¿Quitásteme de la putería? Calla tu lengua, no amengües mis canas, que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio, como cada cual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no lo busco; de mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es el testigo de mi corazón. Y no pienses con tu ira maltratarme, que justicia hay para todos y a todos es igual. Tan bien seré oída, aunque mujer, como vosotros muy peinados. Déjame en mi casa con mi fortuna. Y tú, Pármeno, no pienses que soy tu cautiva por saber mis secretos y mi vida pasada, y los casos que nos acaecieron a mí y a la desdichada de tu madre. Aun así me trataba ella cuando Dios quería.

    PÁRMENO.- ¡No me hinches las narices con esas memorias; si no, enviarte he con nuevas a ella, donde mejor te puedas quejar!

    CELESTINA.- ¡Elicia, Elicia, levántate de esa cama! ¡Daca mi manto, presto!, que, por los santos de Dios, para aquella justicia me vaya bramando como una loca. ¿Qué es esto? ¿Qué quieren decir tales amenazas en mi casa? ¡Con una oveja mansa tenéis vosotros manos y braveza, con una gallina atada, con una vieja de sesenta años! ¡Allá, allá con los hombres como vosotros! ¡Contra los que ciñen espada mostrad vuestras iras, no contra mi flaca rueca! Señal es de gran cobardía acometer a los menores y a los que poco pueden. Las sucias moscas nunca pican sino los bueyes magros y flacos. Los gozques ladradores a los pobres peregrinos aquejan con mayor ímpetu. Si aquella que allí está en aquella cama me hubiese a mí creído, jamás quedaría esta casa de noche sin varón, ni dormiríamos a lumbre de pajas; pero, por aguardarte, por serte fiel, padecemos esta soledad. Y como nos veis mujeres, habláis y pedís demasías, lo cual, si hombre sintieseis en la posada, no haríais, que, como dicen, «el duro adversario entibia las iras y sañas».

    SEMPRONIO.- ¡Oh vieja avarienta, muerta de sed por dinero!, ¿no serás contenta con la tercia parte de lo ganado?

    CELESTINA.- ¿Qué tercia parte? Vete con Dios de mi casa tú. Y esotro no dé voces, no allegue la vecindad. No me hagáis salir de seso, no queráis que salgan a plaza las cosas de Calisto y vuestras.

    SEMPRONIO.- Da voces o gritos, que tú cumplirás lo que prometiste o cumplirás hoy tus días.

    ELICIA.- Mete, por Dios, el espada. Tenlo, Pármeno, tenlo, no la mate ese desvariado.

    CELESTINA.- ¡Justicia, justicia, señores vecinos! ¡Justicia, que me matan en mi casa estos rufianes!

    SEMPRONIO.- ¿Rufianes o qué? Espera, doña hechicera, que yo te haré ir al infierno con cartas.

    CELESTINA.- ¡Ay, que me ha muerto! ¡Ay, ay, confesión, confesión!

    PÁRMENO.- Dale, dale. Acábala, pues comenzaste, que nos sentirán. ¡Muera, muera! De los enemigos, los menos.

    CELESTINA.- ¡Confesión!

    ELICIA.- ¡Oh crueles enemigos! ¡En mal poder os veáis! ¿Y para quién tuvisteis manos? Muerta es mi madre y mi bien todo.

    SEMPRONIO.- ¡Huye, huye, Pármeno, que carga mucha gente! ¡Guarte, guarte, que viene el alguacil!

    PÁRMENO.- ¡Oh pecador de mí, que no hay por dó nos vamos, que está tomada la puerta!

    SEMPRONIO.- ¡Saltemos de estas ventanas; no muramos en poder de justicia!

    PÁRMENO.- ¡Salta, que yo tras ti voy!


  • En el acto XIX, los amantes siguen disfrutando de su amor, sin importarles las muertes sucedidas... pero Fortuna les demuestra lo caprichoso de su rueda con toda su crueldad, haciendo que Calisto pierda la vida por un azar inesperado. 





    CALISTO.- Vencido me tiene el dulzor de tu suave canto; no puedo más sufrir tu penado esperar. ¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Cuál mujer podía haber nacida, que desprivase tu gran merecimiento? ¡Oh salteada melodía! ¡Oh gozoso rato! ¡Oh corazón mío! ¿Y cómo no pudiste más tiempo sufrir sin interrumpir tu gozo y cumplir el deseo de entrambos?

    MELIBEA.- ¡Oh sabrosa traición! ¡Oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor de mi alma, es él? No lo puedo creer. ¿Dónde estabas, luciente sol? ¿Dónde me tenías tu claridad escondida? ¿Había rato que escuchabas? ¿Por qué me dejabas echar palabras sin seso al aire con mi ronca voz de cisne? Todo se goza este huerto con tu venida. Mira la luna cuán clara se nos muestra, mira las nubes cómo huyen, oye la corriente agua de esta fontecica, ¡cuánto más suave murmurio zurrío lleva por entre las frescas hierbas! Escucha los altos cipreses cómo se dan paz unos ramos con otros por intercesión de un templadico viento que los menea. Mira sus quietas sombras cuán oscuras están y aparejadas para encubrir nuestro deleite. Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Tórnaste loca de placer? Déjamele, no me le despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados abrazos. Déjame gozar lo que es mío, no me ocupes mi placer.

    CALISTO.- Pues señora y gloria mía, si mi vida quieres, no cese tu suave canto. No sea de peor condición mi presencia, con que te alegras, que mi ausencia, que te fatiga.

    MELIBEA.- ¿Qué quieres que cante, amor mío? ¿Cómo cantaré, que tu deseo era el que regía mi son y hacía sonar mi canto? Pues, conseguida tu venida, desapareciose el deseo, destemplose el tono de mi voz. Y pues tú, señor, eres el dechado de cortesía y buena crianza, ¿cómo mandas a mi lengua hablar y no a tus manos que estén quedas? ¿Por qué no olvidas estas mañas? Mándalas estar sosegadas y dejar su enojoso uso y conversación incomportable. Cata, ángel mío, que así como me es agradable tu vista sosegada, me es enojoso tu riguroso trato. Tus honestas burlas me dan placer, tus deshonestas manos me fatigan cuando pasan de la razón. Deja estar mis ropas en su lugar y, si quieres ver si es el hábito de encima de seda o de paño, ¿para qué me tocas en la camisa, pues cierto es de lienzo? Holguemos y burlemos de otros mil modos que yo te mostraré, no me destroces ni maltrates como sueles. ¿Qué provecho te trae dañar mis vestiduras?

    CALISTO.- Señora, el que quiere comer el ave quita primero las plumas.



    LUCRECIA.- Mala landre me mate si más los escucho. ¿Vida es ésta? ¡Que me esté yo deshaciendo de dentera y ella esquivándose por que la rueguen! Ya, ya, apaciguado es el ruido, no hubieron menester despartidores. Pero también me lo haría yo si estos necios de sus criados me hablasen entre día; ¡pero esperan que los tengo de ir a buscar!

    MELIBEA.- ¿Señor mío, quieres que mande a Lucrecia traer alguna colación?

    CALISTO.- No hay otra colación para mí sino tener tu cuerpo y belleza en mi poder. Comer y beber, dondequiera se da por dinero, en cada tiempo se puede haber y cualquiera lo puede alcanzar. Pero lo no vendible, lo que en toda la tierra no hay igual que en este huerto, ¿cómo mandas que se me pase ningún momento que no goce?

    LUCRECIA.- Ya me duele a mí la cabeza de escuchar, y no a ellos de hablar ni los brazos de retozar ni las bocas de besar. ¡Andar!, ya callan, a tres me parece que va la vencida.

    CALISTO.- Jamás querría, señora, que amaneciese, según la gloria y descanso que mi sentido recibe de la noble conversación de tus delicados miembros.

    MELIBEA.- Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced.

    SOSIA.- ¿Así, bellacos, rufianes, veníais a asombrar a los que no os temen? ¡Pues yo juro que si esperarais, que yo os hiciera ir como merecíais!

    CALISTO.- Señora, Sosia es aquel que da voces. Déjame ir a valerle, no le maten, que no está sino un pajecico con él. Dame presto mi capa, que está debajo de ti.

    MELIBEA.- ¡Oh triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; tórnate a armar.

    CALISTO.- Señora, lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen corazas y capacete y cobardía.

    SOSIA.- ¿Aún tornáis? Esperadme, quizá venís por lana.

    CALISTO.- Déjame, por Dios, señora, que puesta está el escala.

    MELIBEA.- ¡Oh desdichada yo!, y, ¿cómo vas tan recio y con tanta prisa y desarmado a meterte entre quien no conoces? ¡Lucrecia, ven presto acá, que es ido Calisto a un ruido! Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá.

    TRISTÁN.- Tente, señor, no bajes, que idos son; que no era sino Traso el cojo y otros bellacos que pasaban voceando, que se torna Sosia. Tente, tente, señor, con las manos al escala.

    CALISTO.- ¡Oh, válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión!

    TRISTÁN.- Llégate presto, Sosia, que el triste de nuestro amo es caído del escala y no habla ni se bulle.

    SOSIA.- ¡Señor, señor! ¡A esotra puerta! ¡Tan muerto es como mi abuelo! ¡Oh gran desventura!

    LUCRECIA.- ¡Escucha, escucha! ¡Gran mal es éste!

    MELIBEA.- ¿Qué es esto? ¿Qué oigo? ¡Amarga de mí!

    TRISTÁN.- ¡Oh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh mi señor despeñado! ¡Oh triste muerte sin confesión! Coge, Sosia, esos sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del desdichado amo nuestro. ¡Oh día de aciago! ¡Oh arrebatado fin!

    MELIBEA.- ¡Oh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero acontecimiento como oigo? Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas paredes. Veré mi dolor, si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre. ¡Mi bien y placer, todo es ido en humo, mi alegría es perdida, consumiose mi gloria!

    LUCRECIA.- Tristán, ¿qué dices, mi amor? ¿Qué es eso que lloras tan sin mesura?

    TRISTÁN.- ¡Lloro mi gran mal, lloro mis muchos dolores! Cayó mi señor Calisto del escala y es muerto. Su cabeza está en tres partes. Sin confesión pereció. Díselo a la triste y nueva amiga que no espere más su penado amador. Toma tú, Sosia, de esos pies; llevemos el cuerpo de nuestro querido amo donde no padezca su honra detrimento, aunque sea muerto en este lugar. ¡Vaya con nosotros llanto, acompáñenos soledad, síganos desconsuelo, visítenos tristeza, cúbranos luto y dolorosa jerga!

    MELIBEA.- ¡Oh la más de las tristes triste! ¡Tan poco tiempo poseído el placer, tan presto venido el dolor!

    LUCRECIA.- Señora, no rasgues tu cara ni meses tus cabellos. Ahora en placer, ahora en tristeza, ¿qué planeta hubo que tan presto contrarió su operación? ¿Qué poco corazón es éste? Levanta, por Dios, no seas hallada de tu padre en tan sospechoso lugar, que serás sentida. Señora, señora, ¿no me oyes? No te amortezcas, por Dios, ten esfuerzo para sufrir la pena, pues tuviste osadía para el placer.

    MELIBEA.- ¿Oyes lo que aquellos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? Rezando llevan con responso mi bien todo, muerta llevan mi alegría. No es tiempo de yo vivir. ¿Cómo no gocé más del gozo, cómo tuve en tan poco la gloria que entre mis manos tuve? ¡Oh ingratos mortales, jamás conocéis vuestros bienes sino cuando de ellos carecéis!

    LUCRECIA.- ¡Avívate, aviva!, que mayor mengua será hallarte en el huerto que placer sentiste con la venida ni pena con ver que es muerto. Entremos en la cámara. Acostarte has. Llamaré a tu padre y fingiremos otro mal, pues éste no es para se poder encubrir.



  • Melibea no podrá (o más bien, no querrá) soportarlo, y en el Acto XX decide que no quiere seguir viviendo. 



     

    Acto XX: Muerte de Melibea

    MELIBEA.- De todos soy dejada, bien se ha aderezado la manera de mi morir. Algún alivio siento en ver que tan presto seremos juntos yo y aquel mi querido amado Calisto. Quiero cerrar la puerta por que ninguno suba a me estorbar mi muerte. No me impidan la partida, no me atajen el camino por el cual, en breve tiempo, podré visitar en este día al que me visitó la pasada noche. Todo se ha hecho a mi voluntad. Buen tiempo tendré para contar a Pleberio mi señor la causa de mi ya acordado fin. Gran sinrazón hago a sus canas, gran ofensa a su vejez, gran fatiga le acarreo con mi falta, en gran soledad le dejo. Y caso que por mi morir a mis queridos padres sus días se disminuyesen, ¿quién duda que no haya habido otros más crueles contra sus padres? Bursia, rey de Bitinia, sin ninguna razón, no aquejándole pena como a mí, mató su propio padre. Tolomeo, rey de Egipto, a su padre y madre y hermanos y mujer, por gozar de una manceba. Orestes a su madre Clitemnestra. El cruel emperador Nerón a su madre Agripina, por solo su placer, hizo matar. Éstos son dignos de culpa, éstos son verdaderos parricidas, que no yo que, con mi pena, con mi muerte, purgo la culpa que de su dolor se me puede poner. Otros muchos crueles hubo que mataron hijos y hermanos, debajo de cuyos yerros el mío no parecerá grande. Filipo, rey de Macedonia; Herodes, rey de Judea; Constantino, emperador de Roma; Laodice, reina de Capadocia; y Medea, la nigromantesa. Todos éstos mataron hijos queridos y amados sin ninguna razón, quedando sus personas a salvo. Finalmente me ocurre aquella gran crueldad de Frates, rey de los partos, que, por que no quedase sucesor después de él, mató a Orode, su viejo padre, y a su único hijo y treinta hermanos suyos. Éstos fueron delitos dignos de culpable culpa, que, guardando sus personas de peligro, mataban sus mayores y descendientes y hermanos. Verdad es que, aunque todo esto así sea, no había de remedarlos en lo que mal hicieron. Pero no es más en mi mano. Tú, Señor, que de mi habla eres testigo, ves mi poco poder, ves cuán cautiva tengo mi libertad, cuán presos mis sentidos de tan poderoso amor del muerto caballero, que priva al que tengo con los vivos padres.

    PLEBERIO.- Hija mía Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué es tu voluntad decirme? ¿Quieres que suba allá?


    MELIBEA.- Padre mío, no pugnes ni trabajes por venir adonde yo estoy, que estorbarás la presente habla que te quiero hacer. Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Mi fin es llegado, llegado es mi descanso y tu pasión, llegado es mi alivio y tu pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de soledad. No habrás, honrado padre, menester instrumentos para aplacar mi dolor, sino campanas para sepultar mi cuerpo. Si me escuchas sin lágrimas oirás la causa desesperada de mi forzada y alegre partida. No la interrumpas con lloro ni palabras, si no, quedarás más quejoso en no saber por qué me mato que doloroso por verme muerta. Ninguna cosa me preguntes ni respondas más de lo que de mi grado decirte quisiere. Porque, cuando el corazón está embargado de pasión, están cerrados los oídos al consejo y, en tal tiempo, las fructuosas palabras, en lugar de amansar, acrecientan la saña. Oye, padre mío, mis últimas palabras y si, como yo espero, las recibes, no culparás mi yerro. Bien ves y oyes este triste y doloroso sentimiento que toda la ciudad hace. ¿Bien oyes este clamor de campanas, este alarido de gentes, este aullido de canes, este estrépito de armas? De todo esto fui yo causa. Yo cubrí de luto y jergas en este día cuasi la mayor parte de la ciudadana caballería; yo dejé muchos sirvientes descubiertos de señor; yo quité muchas raciones y limosnas a pobres y envergonzantes. Yo fui ocasión que los muertos tuviesen compañía del más acabado hombre que en gracia nació. Yo quité a los vivos el dechado de gentileza, de invenciones galanas, de atavíos y bordaduras, de habla, de andar, de cortesía, de virtud. Yo fui causa que la tierra goce sin tiempo el más noble cuerpo y más fresca juventud que al mundo era en nuestra edad criada. Y porque estarás espantado con el son de mis no acostumbrados delitos, te quiero más aclarar el hecho. Muchos días son pasados, padre mío, que penaba por mi amor un caballero que se llamaba Calisto, el cual tú bien conociste. Conociste asimismo sus padres y claro linaje. Sus virtudes y bondad a todos eran manifiestas. Era tanta su pena de amor y tan poco el lugar para hablarme que descubrió su pasión a una astuta y sagaz mujer que llamaban Celestina. La cual, de su parte venida a mí, sacó mi secreto amor de mi pecho. Descubrí a ella lo que a mi querida madre encubría. Tuvo manera como ganó mi querer. Ordenó cómo su deseo y el mío hubiesen efecto. Si él mucho me amaba, no vivía engañado. Concertó el triste concierto de la dulce y desdichada ejecución de su voluntad. Vencida de su amor, dile entrada en tu casa. Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito, perdí mi virginidad. Del cual deleitoso yerro de amor gozamos cuasi un mes, y como esta pasada noche viniese, según era acostumbrado, a la vuelta de su venida, como de la fortuna mudable estuviese dispuesto y ordenado, según su desordenada costumbre, como las paredes eran altas, la noche oscura, la escala delgada, los sirvientes que traía no diestros en aquel género de servicio y él bajaba presuroso a ver un ruido que con sus criados sonaba en la calle, con el gran ímpetu que llevaba, no vio bien los pasos, puso el pie en vacío y cayó. Y de la triste caída sus más escondidos sesos quedaron repartidos por las piedras y paredes. Cortaron las hadas sus hilos, cortáronle sin confesión su vida, cortaron mi esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi compañía. Pues, ¿qué crueldad sería, padre mío, muriendo él despeñado, que viviese yo penada? Su muerte convida a la mía. Convídame y fuerza que sea presto, sin dilación, muéstrame que ha de ser despeñada, por seguirle en todo. No digan por mí «a muertos y a idos...» Y así contentarle he en la muerte, pues no tuve tiempo en la vida. ¡Oh mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy. Detente. Si me esperas, no me incuses la tardanza que hago, dando esta última cuenta a mi viejo padre, pues le debo mucho más. ¡Oh padre mío muy amado! Ruégote, si amor en esta pasada y penosa vida me has tenido, que sean juntas nuestras sepulturas, juntas nos hagan nuestras obsequias. Algunas consolatorias palabras te diría antes de mi agradable fin, colegidas y sacadas de aquellos antiguos libros que tú, por más aclarar mi ingenio, me mandabas leer; sino que ya la dañada memoria, con la gran turbación, me las ha perdido, y aun porque veo tus lágrimas malsufridas decir por tu arrugada faz. Salúdame a mi cara y amada madre. Sepa de ti largamente la triste razón por que muero. ¡Gran placer llevo de no la ver presente! Toma, padre viejo, los dones de tu vejez, que en largos días largas se sufren tristezas. Recibe las arras de tu senectud antigua, recibe allá tu amada hija. Gran dolor llevo de mí, mayor de ti, muy mayor de mi vieja madre. Dios quede contigo y con ella. A Él ofrezco mi ánima. Pon tú en cobro este cuerpo que allá baja.


  • Pleberio, su padre, tras conocer de labios de su propia hija lo sucedido, y tras asistir a  la muerte que ella misma eligió, pronuncia un famoso "planto" en el que se transluce una visión desolada, pesimista y descreída del mundo y la existencia humana. Imposible no pensar que esta era la visión del propio Rojas, que pone en boca de uno de los personajes más positivos de la obra.




Acto XXI: "Planto de Pleberio"


PLEBERIO.- ¡Ay, ay, noble mujer! Nuestro gozo en el pozo, nuestro bien todo es perdido. ¡No queramos más vivir! Y por que el incogitado dolor te dé más pena, todo junto sin pensarle, por que más presto vayas al sepulcro, por que no llore yo solo la pérdida dolorida de entrambos, ves allí a la que tú pariste y yo engendré hecha pedazos. La causa supe de ella; más la he sabido por extenso de esta su triste sirvienta. Ayúdame a llorar nuestra llagada postrimería. ¡Oh gentes que venís a mi dolor! ¡Oh amigos y señores, ayudadme a sentir mi pena! ¡Oh mi hija y mi bien todo! Crueldad sería que viva yo sobre ti. Más dignos eran mis sesenta años de la sepultura que tus veinte. Turbose la orden del morir con la tristeza que te aquejaba. ¡Oh mis canas, salidas para haber pesar, mejor gozara de vosotras la tierra que de aquellos rubios cabellos, que presentes veo! Fuertes días me sobran para vivir, quejarme he de la muerte, incusarle he su dilación cuanto tiempo me dejare solo después de ti. Fálteme la vida, pues me faltó tu agradable compañía. ¡Oh mujer mía! Levántate de sobre ella y, si alguna vida te queda, gástala conmigo en tristes gemidos, en quebrantamiento y suspirar. Y si por caso tu espíritu reposa con el suyo, si ya has dejado esta vida de dolor, ¿por qué quisiste que lo pase yo todo? En esto tenéis ventaja las hembras a los varones, que puede un gran dolor sacaros del mundo sin lo sentir, o a lo menos perdéis el sentido, que es parte de descanso. ¡Oh duro corazón de padre! ¿Cómo no te quiebras de dolor, que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos? ¡Oh tierra dura!, ¿cómo me sostienes? ¿A dónde hallará abrigo mi desconsolada vejez?
 

¡Oh fortuna variable, ministra y mayordoma de los temporales bienes!, ¿por qué no ejecutaste tu cruel ira, tus mudables ondas, en aquello que a ti es sujeto? ¿Por qué no destruiste mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi morada? ¿Por qué no asolaste mis grandes heredamientos? Dejárasme aquella florida planta, en quien tú poder no tenías; diérasme, fortuna fluctuosa, triste la mocedad con vejez alegre, no pervirtieras la orden. Mejor sufriera persecuciones de tus engaños en la recia y robusta edad que no en la flaca postrimería. ¡Oh vida de congojas llena, de miserias acompañada! ¡Oh mundo, mundo! Muchos mucho de ti dijeron, muchos en tus cualidades metieron la mano, a diversas cosas por oídas te compararon. Yo por triste experiencia lo contaré como a quien las ventas y compras de tu engañosa feria no prósperamente sucedieron, como aquel que mucho ha hasta ahora callado tus falsas propiedades por no encender con odio tu ira, por que no me secases sin tiempo esta flor, que este día echaste de tu poder. Pues ahora, sin temor, como quien no tiene qué perder, como aquel a quien tu compañía es ya enojosa, como caminante pobre que, sin temor de los crueles salteadores, va cantando en alta voz. Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden. Ahora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin fruto, fuente de cuidados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría, verdadero dolor. Cébasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleites; al mejor sabor nos descubres el anzuelo; no lo podemos huir, que nos tiene ya cazadas las voluntades. Prometes mucho, nada no cumples; échasnos de ti por que no te podamos pedir que mantengas tus vanos prometimientos. Corremos por los prados de tus viciosos vicios, muy descuidados, a rienda suelta; descúbresnos la celada cuando ya no hay lugar de volver. Muchos te dejaron con temor de tu arrebatado dejar; bienaventurados se llamarán cuando vean el galardón que a este triste viejo has dado en pago de tan largo servicio. Quiébrasnos el ojo y úntasnos con consuelo el casco. Haces mal a todos, por que ningún triste se halle solo en ninguna adversidad, diciendo que es alivio a los míseros, como yo, tener compañeros en la pena. Pues desconsolado, viejo, ¡qué solo estoy! Yo fui lastimado sin haber igual compañero de semejante dolor, aunque más en mi fatigada memoria revuelvo presentes y pasados. Que si aquella severidad y paciencia de Paulo Emilio me viniere a consolar con pérdida de dos hijos muertos en siete días, diciendo que su animosidad obró que consolase él al pueblo romano y no el pueblo a él, no me satisface, que otros dos le quedaban dados en adopción. ¿Qué compañía me tendrán en mi dolor aquel Pericles, capitán ateniense, ni el fuerte Jenofón, pues sus pérdidas fueron de hijos ausentes de sus tierras? Ni fue mucho no mudar su frente y tenerla serena, y el otro responder al mensajero, que las tristes albricias de la muerte de su hijo le venía a pedir, que no recibiese él pena, que él no sentía pesar. Que todo esto bien diferente es a mi mal. Pues menos podrás decir, mundo lleno de males, que fuimos semejantes en pérdida aquel Anaxágoras y yo, que seamos iguales en sentir, y que responda yo, muerta mi amada hija, lo que él a su único hijo, que dijo: «como yo fuese mortal, sabía que había de morir el que yo engendraba». Porque mi Melibea mató a sí misma de su voluntad a mis ojos con la gran fatiga de amor que la aquejaba; el otro matáronle en muy lícita batalla. ¡Oh incomparable pérdida! ¡Oh lastimado viejo! Que cuanto más busco consuelos, menos razón hallo para me consolar. Que si el profeta y rey David al hijo que enfermo lloraba, muerto no quiso llorar, diciendo que era cuasi locura llorar lo irrecuperable, quedábanle otros muchos con que soldase su llaga. Y yo no lloro, triste, a ella muerta, pero la causa desastrada de su morir. Ahora perderé contigo, mi desdichada hija, los miedos y temores que cada día me espavorecían. Sola tu muerte es la que a mí me hace seguro de sospecha. ¿Qué haré cuando entre en tu cámara y retraimiento y la halle sola? ¿Qué haré de que no me respondas si te llamo? ¿Quién me podrá cubrir la gran falta que tú me haces? Ninguno perdió lo que yo el día de hoy, aunque algo conforme parecía la fuerte animosidad de Lambas de Auria, duque de los atenienses, que a su hijo herido con sus brazos desde la nao echó en la mar. Porque todas éstas son muertes que, si roban la vida, es forzado de cumplir con la fama. Pero, ¿quién forzó a mi hija a morir, sino la fuerte fuerza de amor? Pues, mundo halaguero, ¿qué remedio das a mi fatigada vejez? ¿Cómo me mandas quedar en ti conociendo tus falacias, tus lazos, tus cadenas y redes, con que pescas nuestras flacas voluntades? ¿A dó me pones mi hija? ¿Quién acompañará mi desacompañada morada? ¿Quién tendrá en regalos mis años, que caducan? ¡Oh amor, amor!, que no pensé que tenías fuerza ni poder de matar a tus sujetos. Herida fue de ti mi juventud, por medio de tus brasas pasé, ¿cómo me soltaste para me dar la paga de la huida en mi vejez? Bien pensé que de tus lazos me había librado los cuarenta años toqué, cuando fui contento con mi conyugal compañera, cuando me vi con el fruto que me cortaste el día de hoy. No pensé que tomabas en los hijos la venganza de los padres. Ni sé si hieres con hierro ni si quemas con fuego. Sana dejas la ropa, lastimas el corazón. Haces que feo amen y hermoso les parezca. ¿Quién te dio tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conviene? Si amor fueses, amarías a tus sirvientes. Si los amases, no les darías pena. Si alegres viviesen, no se matarían como ahora mi amada hija. ¿En qué pararon tus sirvientes y sus ministros? La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles compañeros que ella para tu servicio emponzoñado jamás halló. Ellos murieron degollados. Calisto, despeñado. Mi triste hija quiso tomar la misma muerte por seguirle. Esto todo causas. Dulce nombre te dieron; amargos hechos haces. No das iguales galardones; inicua es la ley que a todos igual no es. Alegra tu sonido; entristece tu trato. Bienaventurados los que no conociste o de los que no te curaste. Dios te llamaron otros, no sé con qué error de su sentido traídos. Cata que Dios mata los que crió; tú matas los que te siguen. Enemigo de toda razón, a los que menos te sirven das mayores dones, hasta tenerlos metidos en tu congojosa danza. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por qué te riges sin orden ni concierto? Ciego te pintan, pobre y mozo. Pónente un arco en la mano con que tires a tiento; más ciegos son tus ministros, que jamás sienten ni ven el desabrido galardón que se saca de tu servicio. Tu fuego es de ardiente rayo, que jamás hace señal do llega. La leña que gasta tu llama son almas y vidas de humanas criaturas, las cuales son tantas, que de quien comenzar pueda apenas me ocurre, no sólo de cristianos, mas de gentiles y judíos, y todo en pago de buenos servicios. ¿Qué me dirás de aquel Macías de nuestro tiempo, cómo acabó amando, cuyo triste fin tú fuiste la causa? ¿Qué hizo por ti Paris? ¿Qué Helena? ¿Qué hizo Hipermestra? ¿Qué Egisto? Todo el mundo lo sabe. Pues a Safo, Ariadna, Leandro, ¿qué pago les diste? Hasta David y Salomón no quisiste dejar sin pena. Por tu amistad Sansón pagó lo que mereció, por creerse de quien tú le forzaste a darle fe. Otros muchos que callo porque tengo harto que contar en mi mal. Del mundo me quejo porque en sí me crió; porque, no me dando vida, no engendrara en él a Melibea; no nacida, no amara; no amando, cesara mi quejosa y desconsolada postrimería. ¡Oh mi compañera buena! ¡Oh mi hija despedazada! ¿Por qué no quisiste que estorbase tu muerte? ¿Por qué no hubiste lástima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué me dejaste cuando yo te había de dejar? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lachrymarum valle?




















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