FRAGMENTOS DEL QUIJOTE
Para
conocer el Quijote, nada mejor que leerlo desde el principio. Pero si
tal empresa os parece ardua, y el volumen del libro os lo hace poco
apetecible, yo os invito a probar con algún fragmento. Podéis
echarle un vistazo al índice, y darle alguna oportunidad al
capítulo cuyo título os invite a ello, sea por el motivo que sea.
Para ello, aquí tenéis una edición
de la primera parte, del diario El Mundo, que actualiza la
lengua, y aquí la
edición de ambas partes del Centro Virtual Cervantes.
Pero
por si acaso, os dejo también una selección de fragmentos
que os pueden acercar a algunos de los momentos o aspectos
fundamentales de la obra, a pesar de lo difícil que me resulta
seleccionar pasajes del Quijote, por aquello de que elegir unos
supone desechar otros que sería también recomendable, interesante o
divertido leer. En todo caso, si queréis, podéis empezar por alguno
de estos.
De
la Primera Parte, El
ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha,
publicada en 1605, podéis probar a leer...:
El Prólogo en
el que Cervantes emplea el tópico de la falsa modestia (o quizás no
tan falsa en este caso, porque él era consciente de que un libro
paródico podía no ser tomado demasiado en serio, o incluso lograr
el desprecio del "desocupado lector" al que se dirige). Y
lo que logra aquí Cervantes con la maestría de su pluma es la
complicidad del lector para que acoja de buen talante una obra sin la
carga de erudición y seriedad que solía acompañar a los grandes
títulos que se publicaban entonces.
Prólogo
Desocupado
lector, sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro,
como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo
y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo
contravenir a la orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra
su semejante. Y así, ¿qué podía engendrar el estéril y mal
cultivado ingenio mío sino la historia de un hijo seco, avellanado,
antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados por otro
alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda
incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su
habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los
campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la
quietud del espíritu, son grande parte para que las musas más
estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le
colmen de maravilla y de contento.
Acontece
tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le
tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas; antes
las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por
agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy
padrastro de don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni
suplicarte casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen,
lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi
hijo vieres, pues ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma
en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en
tu casa, donde eres señor de ella, como el rey de sus alcabalas, y
sabes lo que comúnmente se dice, que debajo de mi manto, al rey
mato. Todo lo cual te exenta y hace libre de todo respeto y
obligación, y así puedes decir de la historia todo aquello que te
pareciere, sin temor de que te calumnien por el mal ni te premien por
el bien que dijeres de ella. Sólo quisiera dártela monda y desnuda,
sin el ornamento del prólogo, ni de la inumerabilidad y catálogo de
los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de
los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque me costó
algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta
introducción que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para
escribirla, y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y
estando una vez suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja,
el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría,
entró a deshora un amigo mío gracioso y bien entendido, el cual,
viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa, y, no
encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que
había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de
suerte, que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de
tan noble caballero.
—Porque
—le dije— ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué
dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo
de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo
ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un
esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos
y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las
márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están
otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de
sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de
filósofos, que admiran a los creyentes, y tienen a sus autores por
hombres leídos, eruditos y elocuentes?
(...)
De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en
el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo
en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras
del A B C, comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en
Zoilo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro.
"También
ha de carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos, de
sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas
o poetas celebérrimos; aunque si yo los pidiese a dos o tres
oficiales amigos, yo sé que me los darían, y tales, que no les
igualasen los de aquellos que tienen más nombre en nuestra España.
—En
fin, señor y amigo mío —proseguí—, yo determino que el señor
don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta
que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan;
porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y
pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de
andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos.
"De aquí nace la suspensión y elevamiento en que me hallastes:
es bastante causa para ponerme en ella la que de mí habéis oído."
Oyendo
lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en
una larga risa, me dijo:
—Por
Dios, hermano, que ahora me acabo de desengañar de un engaño en que
he estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual
siempre os he tenido por discreto y prudente en todas vuestras
acciones. Pero ahora veo que estáis tan lejos de serlo como lo está
el cielo de la tierra. ¿Cómo que es posible que cosas de tan poco
momento y tan fáciles de remediar puedan tener fuerzas de
suspender y absortar un ingenio tan maduro como el vuestro, y
tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores? A la
fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y
penuria de discurso ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues
estadme atento y veréis cómo en un abrir y cerrar de ojos confundo
todas vuestras dificultades, y remedio todas las faltas que decís
que os suspenden y acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo
la historia de vuestro famoso don Quijote, luz y espejo de toda la
caballería andante.
—Decid
—le repliqué yo, oyendo lo que me decía—: ¿de qué modo
pensáis llenar el vacío de mi temor y reducir a claridad el caos de
mi confusión?
A
lo cual él dijo:
—Lo
primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os
faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de
título, se puede remediar en que vos mismo toméis algún trabajo en
hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que
quisiereis, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al emperador
de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron famosos
poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiese algunos pedantes y
bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren de esta verdad, no
se os dé dos maravedís; porque ya que os averigüen la mentira, no
os han de cortar la mano con que lo escribiste.
"En
lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacasteis
las sentencias y dichos que pongas en vuestra historia, no hay más
sino hacer de manera que vengan a pelo algunas sentencias o latines
que vos sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cueste poco trabajo
buscarlos, como será poner al tratar de libertad y cautiverio: Non
bene pro toto libertas venditur auro. "Y luego, en el margen,
citar a Horacio o a quien lo dijo.(...) "Y con estos
latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático; que el
serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy. (..).
Cuanto
más que, si bien caigo en la cuenta, este libro no tiene necesidad
de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le faltan, porque todo
él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien
nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó
Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las
puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la Astrología;
ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación
de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para qué
predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un
género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano
entendimiento.
"Sólo
tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo;
que cuando ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se
escribiere. Y pues esta vuestra escritura no mira a más que a
deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen
los libros de caballerías, no hay para que andéis mendigando
sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas
de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos; sino procurar
que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien
colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo,
pintando en todo lo que alcanzares y fuere posible, vuestra
intención; dando a entender vuestros conceptos sin intrincarlos y
oscurecerlos.
"Procurad
también que leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a
risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto
se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente
deje de alabarla.
"En
efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada de
estos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados por
muchos más; que si esto alcanzares, no habrías alcanzado poco."
Con
silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal
manera se imprimieron en mí sus razones, que, sin ponerlas en
disputa, las aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este
prólogo, en el cual verás, lector suave, la discreción de mi
amigo, la buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal
consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas
la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión
por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel que fue
el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos
años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero
encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan notable y
tan honrado caballero; pero quiero que me agradezcas el conocimiento
que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi
parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la
caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas. Y con
esto, Dios te dé, salud, y a mí no olvide. VALE. –—————
Por supuesto, el primer capítulo, en el que asistimos al nacimiento del personaje de Don Quijote, que se hace a sí mismo imitando lo que él había leído en los libros de caballerías, fingiendo que la realidad imita a la ficción; en este caso, la vida a la literatura. Ye este juego entre realidad y ficción, o entre vida y literatura, será una de las constanstes y geniales hallazgos de la obra. Así que en En un lugar de la Mancha podéis leer la descripción del hidalgo manchego y el origen de su locura, y en Nacimiento de Don Quijote, conocer como nace el personaje.
"En un lugar de la Mancha"
En
un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha
mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,
adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los
sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los
domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della
concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con
sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con
su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de
los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de
campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador
y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de
Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores
que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja
entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro
cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la
verdad.
Es,
pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba
ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de
caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo
punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su
hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que
vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros
de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos
pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los
que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su
prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas;
y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón
que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con
razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía:
los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las
estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que
merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía
el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el
mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien
con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba
que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener
el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con
todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de
aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la
pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin
duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y
continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo
muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre
docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor
caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese
Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al
caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada
condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón
como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En
resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban
las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en
turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el
cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la
fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de
encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas,
requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele
de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina
de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había
otra historia más cierta en el mundo.
Decía
él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no
tenía que ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo
un revés había partido por medio dos fieros y descomunales
gigantes.(...)
En
efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño
pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció
convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para
el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por
todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a
ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros
andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y
poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase
eterno nombre y fama.
Imaginábase
el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del
imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos,
llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a
poner en efecto lo que deseaba.
En el Capítulo II
asistimos a la primera salida de D. Quijote, en la que el personaje
se va solo de su pueblo, y le habla a su narrador (ese "sabio
encantador" que será "cronista de esta peregrina
historia"... o sea, el propio Cervantes), consciente de que como
caballero andante tendrá su libro de caballerías (que es
precisamente el que este que estamos leyendo), y dispuesto a
conseguir ser armado caballero, requisito para poder lanzarse a
buscar aventuras por el mundo. Y continúa le juego, también parodia
de los libros de caballerías, con esos "autores" que han
escrito sobre Don Quijote, y que son la fuente que el narrador maneja
para constar su historia
Primera salida de Don Quijote
Hechas,
pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en
efecto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba
que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que
pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y
abusos que mejorar, y deudas que satisfacer; y así, sin dar parte a
persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una
mañana, antes del día (que era uno de los calurosos del mes de
Julio), se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta
su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la
puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y
alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen
deseo. Mas apenas se vió en el campo, cuando le asaltó un
pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la
comenzada empresa: y fue que le vino a la memoria que no era armado
caballero, y que, conforme a la ley de caballería, ni podía ni
debía tomar armas con ningún caballero; y puesto que lo fuera,
había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en
el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase.
Estos
pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más
su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero
del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo
hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían.
En lo de las armas blancas pensaba limpiarlas de manera, en teniendo
lugar, que lo fuesen más que un armiño: y con esto se quietó y
prosiguió su camino, sin llevar otro que el que su caballo quería,
creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras.
Yendo,
pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo
mismo, y diciendo: -¿Quién duda sino que en los venideros tiempos,
ciando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que
el sabio que los escribiere, no ponga, cuando llegue a contar esta mi
primera salida tan de mañana, de esta manera? "Apenas había el
rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las
doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y
pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con
dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora que dejando
la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso
caballero D. Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió
sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el
antiguo y conocido campo de Montiel."
(Y era la verdad que por él caminaba) y añadió diciendo:
-Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronce, esculpirse en mármoles y esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista de esta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras.
Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:
-¡Oh, princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros de este vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.
(Y era la verdad que por él caminaba) y añadió diciendo:
-Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronce, esculpirse en mármoles y esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista de esta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras.
Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:
-¡Oh, princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros de este vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.
Con
estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus
libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje; y
con esto caminaba tan despaico, y el sol entraba tan apriesa y con
tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
tuviera. Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de
contar fuese, de lo cual se desesperaba, poerque quisiera topar
luego, con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo.
Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la de Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y que mirando a todas partes, por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vió no lejos del camino por donde iba una venta, que fue como si viera una estrella, que a los portales, si no a los alcázares de su redención, le encaminaba.
Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la de Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y que mirando a todas partes, por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vió no lejos del camino por donde iba una venta, que fue como si viera una estrella, que a los portales, si no a los alcázares de su redención, le encaminaba.
En ese mimo capítulo
llega, por fin, D. Quijote, a una venta: lugar de paso para viajeros
y de encuentro de multiples personajes, que tendrá un papel muy
importante en una historia como esta, con un protagonista itinerante.
Pero eso sí, D. Quijote la transforma, con su imaginación
caballeresca, en un castillo, para regocijo del ventero socarrón que
se encontrará en ella.
Llegada de Don Quijote a la venta, quiero decir, castillo
Dióse
priesa a caminar, y llegó a [la venta] a tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del
partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros, que en la venta
aquella noche acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero
todo cuanto pensaba, veía o imaginaba, le parecía ser hecho y pasar
al modo de lo que había leído, luego que vió la venta se le
representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de
luciente plata, sin faltarle su puente levadizo y honda cava, con
todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan.
Fuese
llegando a la venta (que a él le parecía castillo), y a poco trecho
de ella detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se
pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que
llegaba caballero al castillo; pero como vió que se tardaban, y que
Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la
puerta de la venta, y vió a las dos distraídas mozas que allí
estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas, o dos
graciosas damas, que delante de la puerta del castillo se estaban
solazando. En esto sucedió acaso que un porquero, que andaba
recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que sin perdón
así se llaman), tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y
al instante se le representó a D. Quijote lo que deseaba, que era
que algún enano hacía señal de su venida, y así con extraño
contento llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron
venir un hombre de aquella suerte armado, y con lanza y adarga,
llenas de miedo se iban a entrar en la venta; pero Don Quijote,
coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y
descubriendo su seco y polvoso rostro, con gentil talante y voz
reposada les dijo:
-Non
fuyan las vuestras mercedes, nin teman desaguisado alguno, ca a la
órden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a
ninguno, cuanto más a tan altas doncellas, como vuestras presencias
demuestran.
Mirábanle
las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro que la mala
visera le encubría; mas como se oyeron llamar doncellas, cosa tan
fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera,
que Don Quijote vino a correrse y a decirles:
-Bien
parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa
que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes
ni mostredes mal talante, que el mío non es de al que de serviros.
El
lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro
caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara
muy adelante, si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que por
ser muy gordo era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura
contrahecha, armada de armas tan desiguales, como eran la brida,
lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las
doncellas en las muestras de su contento; mas, en efecto, temiendo la
máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente,
y así le dijo: si vuestra merced, señor caballero, busca posada,
amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás
se hallará en ella en mucha abundancia. Viendo Don Quijote la
humildad del alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él el
ventero y la venta), respondió: para mí, señor castellano,
cualquiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso
el pelear, etc.
Pensó
el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle
parecido de los senos de Castilla, aunque él era andaluz y de los de
la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante
que estudiante o paje. Y así le respondió: según eso, las camas de
vuestra merced serán duras peñas, y su dormir siempre velar; y
siendo así, bien se puede apear con seguridad de hallar en esta
choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más
en una noche. Y diciendo esto, fue a tener del estribo a D. Quijote,
el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en
todo aquel día no se había desayunado. Dijo luego al huésped que
le tuviese mucho cuidad de su caballo, porque era la mejor pieza que
comía pan en el mundo.
Miróle
el ventero, y no le pareció tan bueno como Don Quijote decía, ni
aun la mitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que
su huésped mandaba; al cual estaban desarmando las doncellas (que ya
se habían reconciliado con él), las cuales, aunque le habían
quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron
desencajarle la gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traía
atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no
poderse queitar los nudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna
manera; y así se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que
era la más graciosa y extraña figura que se pudiera pensar; y al
desarmarle (como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas
que le desarmaban, eran algunas principales señoras y damas de aquel
castillo), les dijo con mucho donaire:
-Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido,
como fuera D. Quijote
cuando de su aldea vino;
doncellas curaban dél,
princesas de su Rocino.
-O
Rocinante, que este es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y
Don Quijote de la Mancha el mío; que puesto que no quisiera
descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro
me descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente este
romance viejo de Lanzarote, ha sido causa que sepáis mi nombre antes
de toda sazón; pero tiempo vendrá en que las vuestras señorías me
manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que
tengo de serviros. Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes
retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería
comer alguna cosa. Cualquiera yantaría yo, respondió D. Quijote,
porque a lo que entiendo me haría mucho al caso. A dicha acertó a
ser viernes aquél día, y no había en toda la venta sino unas
raciones de un pescado, que en Castilla llaman abadejo, y en
Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras
truchuela.
Preguntáronle
si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro
pescado que darle a comer. Como haya muchas truchuelas, respondió D.
Quijote, podrán servir de una trueba; porque eso se me da que me den
ocho reales en sencillos, que una pieza de a ocho. Cuanto más, que
podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor
que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero sea lo que fuere,
venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar
sin el gobierno de las tripas. Pusiéronle la mesa a la puerta de la
venta por el fresco, y trájole el huésped una porción de mal
remojado, y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento como
sus armas. Pero era materia de grande risa verle comer, porque como
tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en
la boca con sus manos, si otro no se lo daba y ponía; y así una de
aquellas señoras sería de este menester; mas el darle de beber no
fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y
puesto el un cabo en la boca, por el otro, le iba echando el vino. Y
todo esto lo recibía en paciencia, a trueco de no romper las cintas
de la celada.
Estando
en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos, y así como
llegó sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual
acabó de confirmar Don Quijote que estaba en algún famoso castillo,
y que le servían con música, y que el abadejo eran truchas, el pan
candeal, y las rameras damas, y el ventero castellano del castillo; y
con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo
que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle
que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir
la órden de caballería.
Y ese mismo ventero
socarrón será el que lo arme caballero en el Capítulo III, y le
hará las recomendaciones prácticas (llevar dinero y ropa limpia,
por ejemplo) a las que nunca se alude en los libros de caballerías,
pero tan necesarias, que harán volver a D. Quijote por primera vez a
su pueblo, eso sí, para volver a salir de nuevo, a buscar aventuras,
ya como caballero.
Caballero, por fin
Prometióle
don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y
así se dió luego orden como velase las armas en un corral grande,
que a un lado de la venta estaba, y recogiéndolas Don Quijote todas,
las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y embrazando su
adarga, asió de su lanza, y con gentil continente se comenzó a
pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo, comenzaba a
cerrar la noche.
Contó
el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su
huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que
esperaba. Admirándose de tan extraño género de locura, fuéronselo
a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces
se paseaba, otras arrimado a su lanza ponía los ojos en las armas
sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la
noche; pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el
que se le prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía
era bien visto de todos.
Antojósele
en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a
su recua, y fue menester quitar las armas de Don Quijote, que estaban
sobre la pila, el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
-¡Oh
tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las
armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada, mira lo
que haces, y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu
atrevimiento!
No
se curó el arriero de estas razones (y fuera mejor que se curara,
porque fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las
arrojó gran trecho de sí, lo cual visto por Don Quijote, alzó los
ojos al cielo, y puesto el pensamiento (a lo que pareció) en su
señora Dulcinea, dijo:
-Acorredme,
señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado
pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance vuestro
favor y amparo:
Y
diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó
la lanza a dos manos y dió con ella tan gran golpe al arriero en la
cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que, si secundara
con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto,
recogió sus armas, y tornó a pasearse con el mismo reposo que
primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque
aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la misma intención
de dar agua a sus mulos; y llegando a quitar las armas para
desembarazar la pila, sin hablar Don Quijote palabra, y sin pedir
favor a nadie, soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la lanza,
y sin hacerla pedazos hizo más de tres la cabeza del segundo
arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la
gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto Don Quijote,
embrazó su adarga, y puesta mano a su espada, dijo:
-¡Oh,
señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón
mío, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu
cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo!
Con
esto cobró a su parecer tanto ánimo, que si le acometieran todos
los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de
los heridos que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover
piedras sobre Don Quijote, el cual lo mejor que podía se reparaba
con su adarga y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las
armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había
dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a
todos. También Don Quijote las daba mayores, llamándolos de
alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y
mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen
los andantes caballeros, y que si él hubiera recibido la orden de
caballería, que él le diera a entender su alevosía;
-Pero
de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad,
venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago
que lleváis de vuestra sandez y demasía.
Decía
esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en
los que le acometían; y así por esto como por las persuasiones del
ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos, y
tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que
primero.
No
le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó
abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra
desgracia sucediese; y así, llegándose a él se disculpó de la
insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él
supiese cosa alguna; pero que bien castigado quedaban de su
atrevimiento. Díjole, como ya le había dicho, que en aquel castillo
no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era
necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistía en
la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del
ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía
hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba al elar de las
armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más que
él había estado más de cuatro.
Todo
se lo creyó Don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para
obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese;
porque si fuese otra vez acometido, y se viese armado caballero, no
pensaba dejar persona viva en el castillo, excepto aquellas que él
le mandase, a quien por su respeto dejaría. Advertido y medroso de
esto el castellano, trajo luego un libro donde asentaba la paja y
cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía
un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino a donde Don
Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas, y leyendo en su
manual como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda
alzó la mano, y dióle sobre el cuello un buen golpe, y tras él con
su misma espada un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre
dientes como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas
que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y
discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a
cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto
del novel caballero les tenía la risa a raya. (,,,)
Hechas,
pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no
vió la hora Don Quijote de verse a caballo y salir buscando las
aventuras; y ensillando luego a Rocinante, subió en él, y abrazando
a su huésped, le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole la merced
de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas.
El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas,
aunque con más breves palabras, respondió a las suyas, y sin
pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buena hora.
Tras
su vuelta a casa, y mientras él duerme, sus allegados,
preocupadísimos por la "chaladura" del maduro hidalgo,
deciden poner remedio quemando lo que consideran su causa: la
biblioteca entre cuyos volúmenes había perdido el juicio. Pero
deciden hacer una selección en los libros antes de quemarlos, por si
alguno pudiera ser salvado. Así, Cervantes va poniendo en boca del
cura y el barbero una crítica de algunos de los títulos mas leídos
y conocidos de su tiempo. Algunos, del propio Cervantes. Se trata del
famosísimo y "donoso" escrutinio.
El donoso escrutinio
Pidió
las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los libros autores
del daño, y ella se las dió de muy buena gana. Entraron dentro
todos, y el ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros
grandes muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama
los vió, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó
luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
-Tome
vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté
aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos
encanten en pena de la que les queremos dar echándolos del mundo.
Causó
risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le
fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban,
pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.
-No,
dijo la sobrina, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos
han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas al
patio, y hacer un rimero de ellos, y pegarles fuego, y si no,
llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el
humo.
Lo
mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte
de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer
siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dió en las
manos, fue los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
-Parece
cosa de misterio esta, porque, según he oído decir, este libro fue
el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los
demás han tomado principio y origen de este; y así me parece que
como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin excusa
alguna condenar al fuego.
-No,
señor,- dijo el barbero-, que también he oído decir que es el
mejor de todos los libros que de este género se han compuesto, y
así, como a único en su arte, se debe perdonar.
-Así
es verdad, -dijo el cura-, y por esa razón se le otorga la vida por
ahora. Veamos ese otro que está junto a él.
-Es,
-dijo el barbero-, Las sergas de Esplandián, hijo legítimo
de Amadís de Gaula.
-Pues
es verdad, -dijo el cura-, que no le ha de valer al hijo la bondad
del padre; tomad, señora am, abrid esa ventana y echadle al corral,
y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo
así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando
al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
-
Adelante,- dijo el cura.
-Este
que viene, -dijo el barbero-, es Amadís de Grecia, y aun
todos los de este lado, a lo que creo, son del mismo linaje de
Amadís.
-Pues
vayan todos al corral, -dijo el cura-, que a trueco de quemar a la
reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las
endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al
padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
-De
ese parecer soy yo,- dijo el barbero.
-Y
aun yo, -añadió la sobrina.
-Pues
así es, -dijo el ama-, vengan, y al corral con ellos.
Diéronselos,
que eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dió con ellos por la
ventana abajo. ¿(...)
Todo
lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada,
por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la
verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y abriendo
otro libro, vió que era Palmerín de Oliva, y junto a él
estaba otro que se llamaba Palmerín de Inglaterra, lo cual,
visto por el licenciado, dijo:
-esa
oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden de ella las
cenizas, y esa palma de Inglaterra se guarde y se conserve como cosa
única, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en
los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ellas las
obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad
por dos cosas: la una porque él por sí es muy bueno, y la otra,
porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las
aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande
artificio, las razones cortesanas y claras que guardan y miran el
decoro del que habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo,
pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que este y
Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin
hacer más cala y cata, perezcan.(...)
-
Que me place, -respondió el barbero, y sin querer cansarse más en
leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los
grandes, y diese con ellos en el corral. No lo dijo a tonta ni a
sorda, sin o a quien tenía más gana de quemarlos que de echar una
tela por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez,
los arrojó por la ventana.
Por
tomar muchos juntos se le cayó uno a los pies del barbero, que le
tomó gana de ver de quién era, y vió que decía: Historia del
famoso caballero Tirante el Blanco.
-Válame
Dios -dijo el cura, dando una gran voz;- ¡que aquí esté Tirante
Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él
un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. (...)Dígoos verdad,
señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo;
aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen
testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás
libros de este género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el
que lo compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le
echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y
leedle, y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho.
-Así
será, -respondió el barbero-; pero ¿qué haremos de estos pequeños
libros que quedan?
-Estos,-
dijo el cura-, no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y
abriendo uno, vió que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y
dijo (creyendo que todos los demás eran del mismo género:)
-estos
no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el
daño que los de caballerías han hecho, que son libros de
entretenimiento, sin perjuicio de tercero.
-¡Ay,
señor!, -dijo la sobrina-. Bien los puede vuestra merced mandar
quemar como a los demás, porque no sería mucho que habiendo sanado
mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le
antojase de hacerse pastor, y andarse por los bosques y prados
cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según
dicen, es enfermedad incurable y pegadiza.
-Verdad
dice esta doncella, -dijo el cura-, y será bien, quitarle a nuestro
amigo este tropiezo y ocasión de delante. Y pues comenzamos por la
Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le
quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua
encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora
buena la prosa y la honra de ser primero en semejantes libros.
-(...)Pero
¿qué libro es ese que está junto a él?
-La
Galatea de Miguel de Cervantes, -dijo el barbero.
-
Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es
más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena
invención, propone algo y no concluye nada. Es menester esperar la
segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo
la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se vé,
tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre. (...)
Cansóse
el cura de ver más libros, y así a carga cerrada, quiso que todos
los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero que se
llamaba Las lágrimas de Angélica.
-Lloráralas
yo, -dijo el cura en oyendo el nombre-, si tal libro hubiera mandado
quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no
sólo de España, y fue felicísimo en la traducción de algunas
fábulas de Ovidio.
Don
Quijote no ceja en su empeño: es más, decide buscar escudero, que
era ya lo único que le faltaba para ser un caballero andante en
condiciones. Y para tal puesto se busca a su vecino Sancho Panza,
contrapunto genial y hallazgo feliz, clave para que la novela
creciese por sí sola yendo mucho más allá del propósito inicial
de su autor. Comienza así la divetidísima instrucción del
campesino en el mundo caballeresco, y la sempiterna promesa de una
ínsula que gobernar como futuro premio por sus servicios.
Sancho Panza
En este tiempo solicitó
Don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien (si es que ese
título se puede dar al que es pobre), pero de muy poca sal en la
mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y
prometió, que el pobre villano se determinó de salir con él y
servirle de escudero. Decíale entre otras cosas Don Quijote, que se
dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía
suceder aventura que ganase en quítame allá esas pajas, alguna
ínsula, y le dejase a él por gobernador de ella. Con estas promesas
y otras tales, Sancho Panza (que así se llamaba el labrador) dejó
su mujer e hijos, y asentó por escudero de su vecino. Dió luego Don
Quijote orden en buscar dineros; y vendiendo una cosa, y empeñando
otra, y malbaratándolas todas, allegó una razonable cantidad.
Acomodóse asimismo de una rodela que pidió prestada a un su amigo,
y pertrechando a su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su
escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino,
para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester;
sobre todo, le encargó que llevase alforjas. El dijo que sí
llevaría, y que asimismo pensaba llevar un asno que tenía muy
bueno, porque él no estaba ducho a andar mucho a pie. En lo del asno
reparó un poco Don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún
caballero andante había traido escudero caballero asnalmente; pero
nunca le vino alguno a la memoria; mas con todo esto, determinó que
le llevase, con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería
en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer
descortés caballero que topase. Proveyóse de camisas y de las demás
cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había
dado.
Todo lo cual hecho y
cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni Don Quijote
de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona
los viese, en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron
por seguros de que no los hallarían aunque les buscasen. Iba Sancho
Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota,
y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le
había prometido. Acertó Don Quijote a tomar la misma derrota y
camino que el que él había antes tomado en su primer viaje, que fue
por el Campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre
que la vez pasada, porque por ser la hora de la mañana y herirles a
soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en esto Sancho
Panza a su amo:
-Mire vuestra merced,
señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me
tiene prometido, que yo la sabré gobernar por grande que sea.
A lo cual le
respondió Don Quijote:
-Has de saber, amigo
Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes
antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos
que ganaban; y yo tengo determinado de que por mí no falte tan
agradecida usanza; antes pienso aventajarme en ella, porque ellos
algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos
fuesen viejos, y ya después de hartos de servir, y de llevar malos
días y peores noches, les daban algún título de conde; o por lo
menos de marqués de algún valle o provincia de poco más o menos;
pero si tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días
ganase yo tal reino, que tuviese otros a él adherentes, que viniesen
de molde para coronarte por rey de uno de ellos. Y no lo tengas a
mucho, que cosas y casos acontecen a los tales caballeros, por modos
tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aún
más de lo que te prometo.
De esa manera,
respondió Sancho Panza:
-Si yo fuese rey por
algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos Juana
Gutiérrez, mi oislo, vendría a ser reina y mis hijos infantes.
-¿Pues quién lo
duda?- respondió Don Quijote.
-Yo lo dudo, -respondió
Sancho Panza-, porque tengo para mí que aunque lloviese Dios reinos
sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari
Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina;
condesa le caerá mejor, y aún Dios y ayuda.
-Encomiéndalo tú a
Dios, Sancho, -respondió Don Quijote-, que él le dará lo que más
le convenga; pero no apoques tu ánimo tanto que te vengas a
contentar con menos que con ser adelantado.
-No haré, señor mío,
-respondió Sancho-, y más teniendo tan principal amo en vuestra
merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda
llevar.
Y
por fin, llega la primera aventura, que se ha convertido en todo un
símbolo del personaje: la de los
molinos de viento que
D. Quijote cree gigantes. Y el primer choque con la realidad,
que el protagonista soluciona, como siempre en esta primera parte,
con la misma imaginación caballeresca que lo había provocado.
La aventura de los molinos
En
esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en
aquel campo, y así como Don Quijote los vió, dijo a su escudero:
-La
ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a
desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren
treinta o poco más desaforados gigantes con quien pienso hacer
batalla, y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos
comenzaremos a enriquecer: que esta es buena guerra, y es gran
servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la
tierra.
-¿Qué
gigantes? -dijo Sancho Panza.
-Aquellos
que allí ves, -respondió su amo-, de los brazos largos, que los
suelen tener algunos de casi dos leguas.
-Mire
vuestra merced, -respondió Sancho-, que aquellos que allí se
parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos
parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento hacen andar la
piedra del molino.
-Bien
parece, -respondió Don Quijote-, que no estás cursado en esto de
las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí,
y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en
fiera y desigual batalla.
Y
diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a
las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda
alguna eran molinos de viento, y no gigantes aquellos que iba a
acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía
las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya
bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces altas:
-Non
fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que
os acomete.
Levantóse
en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse,
lo cual visto por Don Quijote, dijo:
-Pues
aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis
de pagar.
Y
en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora
Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto
de su rodela, con la lanza en ristre, arremetió a todo el galope de
Rocinante, y embistió con el primer molino que estaba delante; y
dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta
furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y
al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió
Sancho Panza a socorrerle a todo el correr de su asno, y cuando
llegó, halló que no se podía menear, tal fue el golpe que dio con
él Rocinante. -¡Válame Dios! -dijo Sancho-; ¿no le dije yo a
vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino
molinos de viento, y no los podía ignorar sino quien llevase otros
tales en la cabeza?
-Calla,
amigo Sancho, -respondió Don Quijote-, que las cosas de la guerra,
más que otras, están sujetas a continua mudanza, cuanto más que yo
pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón, que me robó el
aposento y los libros, ha vuelto estos gigantes en molinos por
quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me
tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra
la voluntad de mi espada.
-Dios
lo haga como puede, -respondió Sancho Panza. Y ayudándole a
levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado
estaba; y hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del
puerto Lápice, porque allí decía Don Quijote que no era posible
dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy
pasajero.
Tras
esa primera aventura, llega la segunda, en la que ya se ven
implicados nuevos personajes: en este caso, unos frailes
de San Benito,
atónitos -y un poco asustados- ante la figura del caballero
que los toma por secuestradores de princesas. Aventura representativa
de cómo suceden las cosas en esta primera parte: D. Quijote
transforma la realidad, Sancho intenta inútilmente avisarlo y
detenerlo, y finalmente, alguien -generalmente el pobre Sancho- se
lleva algún palo.
Aventura de los frailes de San Benito
Tornaron
a su comenzado camino del puerto Lápice, y a hora de las tres del
día le descubrieron.
-Aquí,
-dijo en viéndole Don Quijote-, podemos, hermano Sancho Panza, meter
las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras, mas advierte
que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de
poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que
me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes
ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito
ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que
seas armado caballero.
-Por
cierto, señor, -respondió Sancho-, que vuestra merced será muy
bien obedecido en esto, y más que yo de mío me soy pacífico y
enemigo de meterme en ruidos y pendencias; bien es verdad que en lo
que tocare a defender mi persona no tendré mucha cuenta con esas
leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda
de quien quisiere agraviarle.
-No
digo yo menos, -respondió Don Quijote-; pero en esto de ayudarme
contra caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus.
-Digo
que sí lo haré, -respondió Sancho-, y que guardaré ese precepto
tan bien como el día del domingo.
Estando
en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de
San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más
pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus anteojos de camino y
sus quitasoles. Detrás de ellos venía un coche con cuatro o cinco
de a caballo que les acompañaban, y dos mozos de mulas a pie. Venía
en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que ia a
Sevilla, donde estaba su marido que pasaba a las Indias con muy
honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mismo
camino; mas apenas los divisó Don Quijote, cuando dijo a su
escudero:
-
O yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya
visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben ser, y
son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa
en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi
poderío.
-Peor
será esto que los molinos de viento, -dijo Sancho-. Mire señor, que
aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna
gente pasajera: mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el
diablo que le engañe.
-Ya
te he dicho, Sancho, -respondió Don Quijote-, que sabes poco de
achaques de aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y
diciendo esto se adelantó, y se puso en la mitad del camino por
donde los frailes venían, y en llegando tan cerca que a él le
pareció que le podían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
-Gente
endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que
en ese coche lleváis forzadas, si no, aparejáos a recibir presta
muerte por justo castigo de vuestras malas obras.
Detuvieron
los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de
Don Quijote, como de sus razones; a las cuales respondieron:
-Señor
caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos
religiosos de San Benito, que vamos a nuestro camino, y no sabemos si
en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas.
-Para
conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida
canalla, -dijo Don Quijote.
Y
sin esperar más respuesta, picó a Rocinante, y la lanza baja
arremetió contra el primer fraile con tanta furia y denuedo, que si
el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo
mal de su grado, y aun mal ferido si no cayera muerto. El segundo
religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso
piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella
campaña más ligero que el mismo viento. Sancho Panza que vio en el
suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él
y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de
los frailes, y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles
Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como despojos de
la batalla que su señor Don Quijote había ganado. Los mozos, que no
sabían de burla, ni entendían aquello de despojos ni batallas,
viendo que ya Don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las
que en el coche venían, arremetieron con Sancho, y dieron con él en
el suelo; y sin dejarle pelo en las barbas le molieron a coces y le
dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido: y sin detenerse
un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin
color en el rostro y cuando se vio a caballo picó tras su compañero,
que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué
paraba aquel sobresalto; y sin querer aguardar el fin de todo aquel
comenzado suceso, siguieron su camino haciéndose más cruces que si
llevaran el diablo a las espaldas.
Don
Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche,
diciéndole:
-La
vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más
le viniera en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores
yace por el suelo derribada por este mi fuerte brazo; y porque no
penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me
llamo Don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y
cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y en pago
del beneficio que de mí habéis recibido o quiero otra cosa sino que
volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta
señora, y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho.
De
la Segunda
Parte,
publicada en 1615 y
titulada El ingenioso caballero Don
Quijote de la Mancha,
os propongo los siguientes fragmentos:
- En el Capítulo III, antes de la tercera salida de nuestro protagonista, se recoge el díálogo entre el bachiller Sansón Carrasco (que tendrá un papel fundamental en la obra), D. Quijote y Sancho acerca del libro que cuenta sus hazañas (es decir, la primera parte de la obra, de 1605, que los personajes han leído y comentan). De este modo, los personaje sse sitúan en el mismo plano de realidad que los lectores, en un juego entre realidad y ficción insuperable, que es uno de los muchísimos aciertos y rasgos de sorprendente modernidad de la novela.
Don Quijote y su libro
Pensativo
además quedó don Quijote, esperando al bachiller Carrasco, de quien
esperaba oír las nuevas de sí mismo puestas en libro, como había
dicho Sancho, y no se podía persuadir a que tal historia hubiese,
pues aún no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de
los enemigos que había muerto, y ya querían que anduviesen en
estampa sus altas caballerías. Con todo eso, imaginó que algún
sabio, o ya amigo o enemigo, por arte de encantamento las habrá dado
a la estampa(...)
Con
esto se consoló algún tanto, pero desconsolóle pensar que su autor
era moro, según aquel nombre de Cide, y de los moros no se podía
esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y
quimeristas. Temíase no hubiese tratado sus amores con alguna
indecencia que redundase en menoscabo y perjuicio de la honestidad de
su señora Dulcinea del Toboso; deseaba que hubiese declarado su
fidelidad y el decoro que siempre la había guardado, menospreciando
reinas, emperatrices y doncellas de todas calidades, teniendo a raya
los ímpetus de los naturales movimientos; y así, envuelto y
revuelto en estas y otras muchas imaginaciones, le hallaron Sancho y
Carrasco, a quien don Quijote recibió con mucha cortesía.
Era
el bachiller, aunque se llamaba Sansón, no muy grande de cuerpo,
aunque muy gran socarrón; de color macilenta, pero de muy buen
entendimiento; tendría hasta veinte y cuatro años, carirredondo, de
nariz chata y de boca grande, señales todas de ser de condición
maliciosa y amigo de donaires y de burlas, como lo mostró en viendo
a don Quijote, poniéndose delante dél de rodillas, diciéndole:
—Déme
vuestra grandeza las manos, señor don Quijote de la Mancha, que por
el hábito de San Pedro que visto, aunque no tengo otras órdenes que
las cuatro primeras, que es vuestra merced uno de los más famosos
caballeros andantes que ha habido, ni aun habrá, en toda la redondez
de la tierra. Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de
vuestras grandezas dejó escritas, y rebién haya el curioso que tuvo
cuidado de hacerlas traducir de arábigo en nuestro vulgar
castellano, para universal entretenimiento de las gentes.
Hízole
levantar don Quijote y dijo:
—Es
tan verdad, señor —dijo Sansón—, que tengo para mí que el día
de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia: si
no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso, y
aun hay fama que se está imprimiendo en Amberes; y a mí se me
trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca
—Una
de las cosas —dijo a esta sazón don Quijote— que más debe de
dar contento a un hombre virtuoso y eminente es verse, viviendo,
andar con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en
estampa. Dije con buen nombre, porque, siendo al contrario, ninguna
muerte se le igualará.
—Si
por buena fama y si por buen nombre va —dijo el bachiller—, solo
vuestra merced lleva la palma a todos los caballeros andantes; porque
el moro en su lengua y el cristiano en la suya tuvieron cuidado de
pintarnos muy al vivo la gallardía de vuestra merced, el ánimo
grande en acometer los peligros, la paciencia en las adversidades y
el sufrimiento así en las desgracias como en las heridas, la
honestidad y continencia en los amores tan platónicos de vuestra
merced y de mi señora doña Dulcinea del Toboso.(...)
—No,
por cierto —respondió don Quijote—, pero dígame vuestra merced,
señor bachiller: ¿qué hazañas mías son las que más se ponderan
en esa historia?
—En
eso —respondió el bachiller— hay diferentes opiniones, como hay
diferentes gustos: unos se atienen a la aventura de los molinos de
viento, que a vuestra merced le parecieron Briareos y gigantes;
otros, a la de los batanes; este, a la descripción de los dos
ejércitos, que después parecieron ser dos manadas de carneros;
aquel encarece la del muerto que llevaban a enterrar a Segovia; uno
dice que a todas se aventaja la de la libertad de los galeotes; otro,
que ninguna iguala a la de los dos gigantes benitos, con la pendencia
del valeroso vizcaíno.
—Dígame,
señor bachiller —dijo a esta sazón Sancho—: ¿entra ahí la
aventura de los yangüeses, cuando a nuestro buen Rocinante se le
antojó pedir cotufas en el golfo?
—No
se le quedó nada —respondió Sansón— al sabio en el tintero:
todo lo dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que el buen
Sancho hizo en la manta.
—En
la manta no hice yo cabriolas —respondió Sancho—; en el aire,
sí, y aun más de las que yo quisiera.
—A
lo que yo imagino —dijo don Quijote—, no hay historia humana en
el mundo que no tenga sus altibajos, especialmente las que tratan de
caballerías, las cuales nunca pueden estar llenas de prósperos
sucesos.
—Con
todo eso —respondió el bachiller—, dicen algunos que han leído
la historia que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores
della algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros
dieron al señor don Quijote.
—Ahí
entra la verdad de la historia —dijo Sancho.
—También
pudieran callarlos por equidad —dijo don Quijote—, pues las
acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la historia no hay para
qué escribirlas, si han de redundar en menosprecio del señor de la
historia. A fe que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta,
ni tan prudente Ulises como le describe Homero.
—Así
es —replicó Sansón—, pero uno es escribir como poeta, y otro
como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como
fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir,
no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la
verdad cosa alguna.
—Pues
si es que se anda a decir verdades ese señor moro —dijo Sancho—,
a buen seguro que entre los palos de mi señor se hallen los míos,
porque nunca a su merced le tomaron la medida de las espaldas que no
me la tomasen a mí de todo el cuerpo; pero no hay de qué
maravillarme, pues, como dice el mismo señor mío, del dolor de la
cabeza han de participar los miembros.
—Socarrón
sois, Sancho —respondió don Quijote—. A fe que no os falta
memoria cuando vos queréis tenerla.
—Cuando
yo quisiese olvidarme de los garrotazos que me han dado —dijo
Sancho—, no lo consentirán los cardenales, que aún se están
frescos en las costillas.
—Callad,
Sancho —dijo don Quijote—, y no interrumpáis al señor
bachiller, a quien suplico pase adelante en decirme lo que se dice de
mí en la referida historia.
—Y
de mí —dijo Sancho—, que también dicen que soy yo uno de los
principales presonajes della.
—Personajes,
que no presonajes, Sancho amigo —dijo Sansón.
—¿Otro
reprochador de voquibles tenemos? —dijo Sancho—. Pues ándense a
eso y no acabaremos en toda la vida.
—Mala
me la dé Dios, Sancho —respondió el bachiller—, si no sois vos
la segunda persona de la historia, y que hay tal que precia más
oíros hablar a vos que al más pintado de toda ella, puesto que
también hay quien diga que anduvistes demasiadamente de crédulo en
creer que podía ser verdad el gobierno de aquella ínsula ofrecida
por el señor don Quijote, que está presente.
—Aún
hay sol en las bardas —dijo don Quijote—, y mientras más fuere
entrando en edad Sancho, con la esperiencia que dan los años, estará
más idóneo y más hábil para ser gobernador que no está agora.
—Por
Dios, señor —dijo Sancho—, la islaque yo no gobernase con los
años que tengo no la gobernaré con los años de Matusalén. El daño
está en que la dicha ínsula se entretiene, no sé dónde, y no en
faltarme a mí el caletre para gobernarla.
—Encomendadlo
a Dios, Sancho —dijo don Quijote—, que todo se hará bien, y
quizá mejor de lo que vos pensáis, que no se mueve la hoja en el
árbol sin la voluntad de Dios.
—Así
es verdad —dijo Sansón—, que, si Dios quiere, no le faltarán a
Sancho mil islas que gobernar, cuanto más una.
—Gobernador
he visto por ahí —dijo Sancho— que a mi parecer no llegan
a la suela de mi zapato, y, con todo eso, los llaman «señoría», y
se sirven con plata.
La
treta
que urde Sancho
para
encontrar a Dulcinea y
salir así airoso de una petición de su amo y que es representativa
de cómo sucenden las cosas en esta segunda parte. En la primera, D.
Quijote había pedido a Sancho que le llevara una carta a Dulcinea, y
ante la dificultad del encargo, Sancho había optado por mentirle a
su amo, y decirle que había entregado esa carta cuando no era así,
inventándose todos los detalles del supuesto encuentro con Dulcinea.
Así que ahora D. Quijote lo manda de nuevo a buscarla, y Sancho
buscará como solución lo que es común ahora: utilizar la locura de
D. Quijote para intentar engañarle y transformar la realidad,
que él ya ve tal cual es, para hacérsela ver acorde a los libros de
caballerías. Empieza el entrecruzamiento entre ambos, y la evolución
de los dos personajes es más que evidente.
La señora de sus pensamientos
(...)
Así como don Quijote se emboscó en la floresta, encinar o selva
junto al gran Toboso, mandó a Sancho volver a la ciudad y que no
volviese a su presencia sin haber primero hablado de su parte a su
señora, pidiéndola fuese servida de dejarse ver de su cautivo
caballero y se dignase de echarle su bendición, para que pudiese
esperar por ella felicísimos sucesos de todos sus acometimientos y
dificultosas empresas. Encargóse Sancho de hacerlo así como se le
mandaba y de traerle tan buena respuesta como le trujo la vez
primera.
(...)
Volvió Sancho las espaldas y vareó su rucio, y don Quijote se quedó
a caballo descansando sobre los estribos y sobre el arrimo de su
lanza, lleno de tristes y confusas imaginaciones, donde le dejaremos,
yéndonos con Sancho Panza, que no menos confuso y pensativo se
apartó de su señor que él quedaba; y tanto, que apenas hubo salido
del bosque, cuando, volviendo la cabeza, y viendo que don Quijote no
parecía, se apeó del jumento y, sentándose al pie de un árbol,
comenzó a hablar consigo mesmo y a decirse: —Sepamos agora, Sancho
hermano, adónde va vuesa merced. ¿Va a buscar algún jumento que se
le haya perdido? —No, por cierto. —Pues ¿qué va a buscar? —Voy
a buscar, como quien no dice nada, a una princesa, y en ella al sol
de la hermosura y a todo el cielo junto. —¿Y adónde pensáis
hallar eso que decís, Sancho? —¿Adónde? En la gran ciudad del
Toboso. —Y bien, ¿y de parte de quién la vais a buscar? —De
parte del famoso caballero don Quijote de la Mancha, que desface los
tuertos y da de comer al que ha sed y de beber al que ha hambre.
—Todo eso está muy bien. ¿Y sabéis su casa, Sancho? —Mi amo
dice que han de ser unos reales palacios o unos soberbios alcázares.
—¿Y habéisla visto algún día por ventura? —Ni yo ni mi amo la
habemos visto jamás. —¿Y paréceos que fuera acertado y bien
hecho que si los del Toboso supiesen que estáis vos aquí con
intención de ir a sonsacarles sus princesasy a desasosegarles sus
damas, viniesen y os moliesen las costillas a puros palos y no os
dejasen hueso sano? —En verdad que tendrían mucha razón, cuando
no considerasen que soy mandado, y que
Mensajero sois, amigo,
no merecéis culpa, non.
—No
os fiéis en eso, Sancho, porque la gente manchega es tan colérica
como honrada y no consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que si os
huele, que os mando mala ventura. — ¡Oxte, puto! ¡Allá darás,
rayo! ¡No, sino ándeme yo buscando tres pies al gato por el gusto
ajeno! Y más, que así será buscar a Dulcinea por el Toboso como a
Marica por Ravena o al bachiller en Salamanca. ¡El diablo, el diablo
me ha metido a mí en esto, que otro no!
Este
soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó dél fue que volvió
a decirse:
—Ahora
bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de
cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la
vida. Este mi amo por mil señales he visto que es un loco de atar, y
aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él,
pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: «Dime
con quién andas, decirte he quién eres», y el otro de «No con
quien naces, sino con quien paces». Siendo, pues, loco, como lo es,
y de locura que las más veces toma unas cosas por otras y juzga lo
blanco por negro y lo negro por blanco, como se pareció cuando dijo
que los molinos de viento eran gigantes, y las mulas de los
religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de
enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil
hacerle creer que una labradora, la primera que me topare por aquí,
es la señora Dulcinea; y cuando él no lo crea, juraré yo, y si él
jurare, tornaré yo a jurar, y si porfiare, porfiaré yo más, y de
manera que tengo de tener la mía siempre sobre el hito, venga lo que
viniere. Quizá con esta porfía acabaré con él que no me envíe
otra vez a semejantes mensajerías, viendo cuán mal recado le traigo
dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador
de estos que él dice que le quieren mal la habrá mudado la figura,
por hacerle mal y daño.
Con
esto que pensó Sancho Panza quedó sosegado su espíritu y tuvo por
bien acabado su negocio, y deteniéndose allí hasta la tarde, por
dar lugar a que don Quijote pensase que le habíatenido para ir y
volver del Toboso. Y sucedióle todo tan bien, que cuando se levantó
para subir en el rucio vio que del Toboso hacia donde él estaba
venían tres labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor
no lo declara, aunque más se puede creer que eran borricas, por ser
ordinaria caballería de las aldeanas; pero como no va mucho en esto,
no hay para qué detenernos en averiguarlo. En resolución, así como
Sancho vio a las labradoras, a paso tirado volvió a buscar a su
señor don Quijote, y hallóle suspirando y diciendo mil amorosas
lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo:
—¿Qué
hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca o
con negra?
—Mejor
será —respondió Sancho— que vuesa merced la señale con
almagre, como rétulos de cátedras, porque le echen bien de ver los
que le vieren.
—De
ese modo —replicó don Quijote—, buenas nuevas traes.
—Tan
buenas —respondió Sancho—, que no tiene más que hacer vuesa
merced sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora
Dulcinea del Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a
vuesa merced.
—¡Santo
Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? —dijo don Quijote—.
Mira no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis
verdaderas tristezas.
—¿Qué
sacaría yo de engañar a vuesa merced —respondió Sancho—, y más
estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y
verá venir a la princesa nuestra ama vestida y adornada, en fin,
como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro,
todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas
telas de brocado de más de diez altos; los cabellos, sueltos por las
espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el
viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas
remendadas, que no hay más que ver.
—Hacaneas
querrás decir, Sancho.
—Poca
diferencia hay —respondió Sancho—; de cananeas a
hacaneas; pero, vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las
más galanas señoras que se puedan desear, especialmente la princesa
Dulcinea mi señora, que pasma los sentidos.(...)
Ya
en esto salieron de la selva y descubrieron cerca a las tres
aldeanas. Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso,
y como no vio sino a las tres labradoras, turbóse todo y preguntó a
Sancho si las había dejado fuera de la ciudad.
—¿Cómo
fuera de la ciudad? —respondió-. - ¿Por ventura tiene
vuesa merced los ojos en el colodrillo, que no vee que son estas las
que aquí vienen, resplandecientes como el mismo sol a medio día?
—Yo
no veo, Sancho —dijo don Quijote—, sino a tres labradoras sobre
tres borricos.
—¡Agora
me libre Dios del diablo! —respondió Sancho—. ¿Y es posible que
tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le
parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor que me pele estas
barbas si tal fuese verdad!
—Pues
yo te digo, Sancho amigo —dijo don Quijote—, que es tan verdad
que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho
Panza; a lo menos, a mí tales me parecen.
—Calle,
señor —dijo Sancho—, no diga la tal palabra, sino despabile esos
ojos y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que
ya llega cerca.
Y,
diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas y,
apeándose del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres
labradoras y, hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
—Reina
y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea
servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero
vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin
pulsos, de verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho
Panza, su escudero, y él es el asendereado caballero don Quijote de
la Mancha, llamado por otro nombre el Caballero de la Triste Figura.
A
esta sazón ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho
y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho
llamaba reina y señora; y como no descubría en ella sino una moza
aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata,
estaba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios. Las
labradoras estaban asimismo atónitas, viendo aquellos dos hombres
tan diferentes hincados de rodillas, que no dejaban pasar adelante a
su compañera; pero rompiendo el silencio la detenida, toda
desgraciada y mohína, dijo:
—Apártense
nora en tal del camino, y déjenmos pasar, que vamos depriesa.
A
lo que respondió Sancho:
—¡Oh
princesa y señora universal del Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo
corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada
presencia a la coluna y sustento de la andante caballería?
Oyendo
lo cual otra de las dos, dijo:
—Mas
¡jo, que te estrego, burra de mi suegro! ¡Mirad con qué se vienen
los señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquí no
supiésemos echar pullas como ellos! Vayan su camino e déjenmos
hacer el nueso, y serles ha sano.
—Levántate,
Sancho —dijo a este punto don Quijote—, que ya veo que la
fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por
donde pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en
las carnes. Y tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término
de la humana gentileza, único remedio deste afligido corazón que te
adora!, ya que el maligno encantador me persigue y ha puesto nubes y
cataratas en mis ojos, y para solo ellos y no para otros ha mudado y
transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora
pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún
vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme
blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y
arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago la humildad con
que mi alma te adora.
Con
esto que pensó Sancho Panza quedó sosegado su espíritu y tuvo por
bien acabado su negocio, y deteniéndose allí hasta la tarde, por
dar lugar a que don Quijote pensase que le había tenido para ir y
volver del Toboso. Y sucedióle todo tan bien, que cuando se levantó
para subir en el rucio vio que del Toboso hacia donde él estaba
venían tres labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor
no lo declara, aunque más se puede creer que eran borricas, por ser
ordinaria caballería de las aldeanas; pero como no va mucho en esto,
no hay para qué detenernos en averiguarlo. En resolución, así como
Sancho vio a las labradoras, a paso tirado volvió a buscar a su
señor don Quijote, y hallóle suspirando y diciendo mil amorosas
lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo:
—¿Qué
hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca o
con negra?
—Mejor
será —respondió Sancho— que vuesa merced la señale con
almagre, como rétulos de cátedras, porque le echen bien de ver los
que le vieren.
—De
ese modo —replicó don Quijote—, buenas nuevas traes.
—Tan
buenas —respondió Sancho—, que no tiene más que hacer vuesa
merced sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora
Dulcinea del Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a
vuesa merced.
—¡Santo
Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? —dijo don Quijote—.
Mira no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis
verdaderas tristezas.
—¿Qué
sacaría yo de engañar a vuesa merced —respondió Sancho—, y más
estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y
verá venir a la princesa nuestra ama vestida y adornada, en fin,
como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro,
todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas
telas de brocado de más de diez altos; los cabellos, sueltos por las
espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el
viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas
remendadas, que no hay más que ver
—Hacaneas
querrás decir, Sancho.
—Poca
diferencia hay —respondió Sancho—; de cananeas a
hacaneas; pero, vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las
más galanas señoras que se puedan desear, especialmente la princesa
Dulcinea mi señora, que pasma los sentidos.(...)
Ya
en esto salieron de la selva y descubrieron cerca a las tres
aldeanas. Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso,
y como no vio sino a las tres labradoras, turbóse todo y preguntó a
Sancho si las había dejado fuera de la ciudad.
—¿Cómo
fuera de la ciudad? —respondió—. ¿Por ventura tiene vuesa
merced los ojos en el colodrillo, que no vee que son estas las que
aquí vienen, resplandecientes como el mismo sol a medio día?
—Yo
no veo, Sancho —dijo don Quijote—, sino a tres labradoras sobre
tres borricos.
—¡Agora
me libre Dios del diablo! —respondió Sancho—. ¿Y es posible que
tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le
parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor que me pele estas
barbas si tal fuese verdad!
—Pues
yo te digo, Sancho amigo —dijo don Quijote—, que es tan verdad
que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho
Panza; a lo menos, a mí tales me parecen.
—Calle,
señor —dijo Sancho—, no diga la tal palabra, sino despabile esos
ojos y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que
ya llega cerca.
Y,
diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas y,
apeándose del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres
labradoras y, hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
—Reina
y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea
servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero
vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin
pulsos, de verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho
Panza, su escudero, y él es el asendereado caballero don Quijote de
la Mancha, llamado por otro nombre el Caballero de la Triste Figura.
A
esta sazón ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho
y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho
llamaba reina y señora; y como no descubría en ella sino una moza
aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata,
estaba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios. Las
labradoras estaban asimismo atónitas, viendo aquellos dos hombres
tan diferentes hincados de rodillas, que no dejaban pasar adelante a
su compañera; pero rompiendo el silencio la detenida, toda
desgraciada y mohína, dijo:
—Apártense
nora en tal del camino, y déjenmos pasar, que vamos depriesa.
A
lo que respondió Sancho:
—¡Oh
princesa y señora universal del Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo
corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada
presencia a la coluna y sustento de la andante caballería?
Oyendo
lo cual otra de las dos, dijo:
—Mas
¡jo, que te estrego, burra de mi suegro! ¡Mirad con qué se vienen
los señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquí no
supiésemos echar pullas como ellos! Vayan su camino e déjenmos
hacer el nueso, y serles ha sano.
—Levántate,
Sancho —dijo a este punto don Quijote—, que ya veo que la
fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por
donde pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en
las carnes. Y tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término
de la humana gentileza, único remedio deste afligido corazón que te
adora!, ya que el maligno encantador me persigue y ha puesto nubes y
cataratas en mis ojos, y para solo ellos y no para otros ha mudado y
transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora
pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún
vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme
blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y
arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago la humildad con
que mi alma te adora.
.-Tomá
que mi agüelo! —respondió la aldeana—. ¡Amiguita soy yo de oír
resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos.
Apartóse
Sancho y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de su enredo.
En
"El
caballero de la Blanca Luna"
asistimos al reto e inevitable derrota
de Don Quijote,
que se ve vencido por su propia fantasía (a la que, de nuevo, dan
cuerpo el resto de los personajes) y obligado por su propia palabra
de caballero a volver a su pueblo y renunciar a su locura... o a su
sueño... o a lo que sea...
El Caballero de la Blanca Luna
Y
una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de
todas sus armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus
arreos, y su descanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto,
vio venir hacia él un caballero, armado asimismo de punta en blanco,
que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente; el cual,
llegándose a trecho que podía ser oído, en altas voces,
encaminando sus razones a don Quijote, dijo:
—Insigne
caballero y jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha, yo
soy el Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazañas quizá
te le habrán traído a la memoria. Vengo a contender contigo y a
probar la fuerza de tus brazos, en razón de hacerte conocer y
confesar que mi dama, sea quien fuere, es sin comparación más
hermosa que tu Dulcinea del Toboso: la cual verdad si tú la
confiesas de llano en llano, escusarás tu muerte y el trabajo que yo
he de tomar en dártela; y si tú peleares y yo te venciere, no
quiero otra satisfación sino que, dejando las armas y absteniéndote
de buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un
año, donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila
y en provechoso sosiego, porque así conviene al aumento de tu
hacienda y a la salvación de tu alma; y si tú me vencieres, quedará
a tu discreción mi cabeza y serán tuyos los despojos de mis armas y
caballo, y pasará a la tuya la fama de mis hazañas. Mira lo que te
está mejor y respóndeme luego, porque hoy todo el día traigo de
término para despachar este negocio.
Don
Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia del
Caballero de la Blanca Luna como de la causa por que le desafiaba, y
con reposo y ademán severo le respondió:
—Caballero
de la Blanca Luna, cuyas hazañas hasta agora no han llegado a mi
noticia, yo osaré jurar que jamás habéis visto a la ilustre
Dulcinea, que, si visto la hubiérades, yo sé que procurárades no
poneros en esta demanda, porque su vista os desengañara de que no ha
habido ni puede haber belleza que con la suya comparar se pueda; y,
así, no diciéndoos que mentís, sino que no acertáis en lo
propuesto, con las condiciones que habéis referido aceto vuestro
desafío, y luego, porque no se pase el día que traéis determinado,
y solo exceto de las condiciones la de que se pase a mí la fama de
vuestras hazañas, porque no sé cuáles ni qué tales sean: con las
mías me contento, tales cuales ellas son. Tomad, pues, la parte del
campo que quisiéredes , que yo haré lo mesmo, y a quien Dios se la
diere, San Pedro se la bendiga.
Habían
descubierto de la ciudad al Caballero de la Blanca Luna y díchoselo
al visorrey, y que estaba hablando con don Quijote de la Mancha. El
visorrey, creyendo sería alguna nueva aventura fabricada por don
Antonio Moreno o por otro algún caballero de la ciudad, salió luego
a la playa, con don Antonio y con otros muchos caballeros que le
acompañaban, a tiempo cuando don Quijote volvía las riendas a
Rocinante para tomar del campo lo necesario.
Viendo,
pues, el visorrey que daban los dos señales de volverse a encontrar,
se puso en medio, preguntándoles qué era la causa que les movía a
hacer tan de improviso batalla. El Caballero de la Blanca Luna
respondió que era precedencia de hermosura, y en breves razones le
dijo las mismas que había dicho a don Quijote, con la acetación de
las condiciones del desafío hechas por entrambas partes. Llegóse el
visorrey a don Antonio y preguntóle paso si sabía quién era el tal
Caballero de la Blanca Luna o si era alguna burla que querían hacer
a don Quijote. Don Antonio le respondió que ni sabía quién era, ni
si era de burlas ni de veras el tal desafío. Esta respuesta tuvo
perplejo al visorrey en si les dejaría o no pasar adelante en la
batalla; pero no pudiéndose persuadir a que fuese sino burla, se
apartó diciendo:
—Señores
caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y el
señor don Quijote está en sus trece, y vuestra merced el de la
Blanca Luna en sus catorce, a la mano de Dios, y dense.
Agradeció
el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey la
licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo; el cual,
encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea, como tenía
de costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían, tornó
a tomar otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía
lo mesmo; y sin tocar trompeta ni otro instrumento bélico que les
diese señal de arremeter, volvieron entrambos a un mesmo punto las
riendas a sus caballos, y como era más ligero el de la Blanca Luna,
llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allí le
encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la
levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don
Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él y,
poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo:
—Vencido
sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de
nuestro desafío.
Don
Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara
dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
—Dulcinea
del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado
caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta
verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has
quitado la honra.
—Eso
no haré yo, por cierto —dijo el de la Blanca Luna—: viva, viva
en su entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del
Toboso, que solo me contento con que el gran don Quijote se retire a
su lugar un año, o hasta el tiempo que por mí le fuere mandado,
como concertamos antes de entrar en esta batalla.
Todo
esto oyeron el visorrey y don Antonio, con otros muchos que allí
estaban, y oyeron asimismo que don Quijote respondió que como no le
pidiese cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo demás
cumpliría como caballero puntual y verdadero.
Hecha
esta confesión, volvió las riendas el de la Blanca Luna y, haciendo
mesura con la cabeza al visorrey, a medio galope se entró en la
ciudad.
Mandó
el visorrey a don Antonio que fuese tras él y que en todas maneras
supiese quién era. Levantaron a don Quijote, descubriéronle el
rostro y halláronle sin color y trasudando. Rocinante, de puro
malparado, no se pudo mover por entonces. Sancho, todo triste, todo
apesarado, no sabía qué decirse ni qué hacerse: parecíale que
todo aquel suceso pasaba en sueños y que toda aquella máquina era
cosa de encantamento. Veía a su señor rendido y obligado a no tomar
armas en un año; imaginaba la luz de la gloria de sus hazañas
escurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como se
deshace el humo con el viento. Temía si quedaría o no contrecho
Rocinante, o deslocado su amo, que no fuera poca ventura si deslocado
quedara. Finalmente, con una silla de manos que mandó traer el
visorrey, le llevaron a la ciudad, y el visorrey se volvió también
a ella con deseo de saber quién fuese el Caballero de la Blanca Luna
que de tan mal talante había dejado a don Quijote.
Y
efectivamente, vuelve a su pueblo vencido y sin su sueño, y quizás
por ello, cae enfermo, recupera la cordura (¿o pierde la locura?) y
decide hacer un sensato
testamento,
sin ceder ni ante los ánimos que le da el antes materialista y
práctico Sancho de levantarse de la cama y buscar otro sueño.
Testamento de Don Quijote
Como
las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de
sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas
de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del
cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento
cuando él menos lo pensaba; porque o ya fuese de la melancolía que
le causaba el verse vencido o ya por la disposición del cielo, que
así lo ordenaba, se le arraigó una calentura que le tuvo seis días
en la cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del
bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera
Sancho Panza, su buen escudero.
Estos,
creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su
deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella
suerte, por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole
el bachiller que se animase y levantase para comenzar su pastoral
ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una égloga, que mal año
para cuantas Sanazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de
su propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado, el uno
llamado Barcino y el otro Butrón, que se los había vendido un
ganadero del Quintanar. Pero no por esto dejaba don Quijote sus
tristezas.
Llamaron
sus amigos al médico, tomóle el pulso, y no le contentó mucho y
dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque
la del cuerpo corría peligro. Oyólo don Quijote con ánimo
sosegado, pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su escudero,
los cuales comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran
muerto delante. Fue el parecer del médico que melancolías y
desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen solo,
porque quería dormir un poco. Hiciéronlo así y durmió de un
tirón, como dicen, más de seis horas: tanto, que pensaron el ama y
la sobrina que se había de quedar en el sueño. Despertó al cabo
del tiempo dicho y, dando una gran voz, dijo:
—¡Bendito
sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus
misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los
pecados de los hombres.
Estuvo
atenta la sobrina a las razones del tío y pareciéronle más
concertadas que él solía decirlas, a lo menos en aquella
enfermedad, y preguntóle:
—¿Qué
es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué
misericordias son estas, o qué pecados de los hombres?
—Las
misericordias —respondió don Quijote—, sobrina, son las que en
este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las
impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las
sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi
amarga y continua leyenda de los detestables libros de las
caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa
sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo
para hacer alguna recompensa leyendo otros que sean luz del alma. Yo
me siento, sobrina, a punto de muerte: querría hacerla de tal modo,
que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase
renombre de loco; que, puesto que lo he sido, no querría confirmar
esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos, al
cura, al bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el barbero,
que quiero confesarme y hacer mi testamento.
Pero
de este trabajo se escusó la sobrina con la entrada de los tres.
Apenas los vio don Quijote, cuando dijo:
—Dadme
albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la
Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron
renombre de «bueno». Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda
la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las
historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y
el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia
de Dios escarmentando en cabeza propia, las abomino.
Cuando
esto le oyeron decir los tres, creyeron sin duda que alguna nueva
locura le había tomado, y Sansón le dijo:
—¿Ahora,
señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la
señora Dulcinea, sale vuestra merced con eso? ¿Y agora que estamos
tan a pique de ser pastores, para pasar cantando la vida, como unos
príncipes, quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle, por su
vida, vuelva en sí y déjese de cuentos.
—Los
de hasta aquí —replicó don Quijote—, que han sido verdaderos en
mi daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi
provecho. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa:
déjense burlas aparte y tráiganme un confesor que me confiese y un
escribano que haga mi testamento, que en tales trances como este no
se ha de burlar el hombre con el alma; y, así, suplico que en tanto
que el señor cura me confiesa vayan por el escribano.
Miráronse
unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en
duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde
conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de
loco a cuerdo, porque a las ya dichas razones añadió otras muchas
tan bien dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo
les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.
Hizo
salir la gente el cura, y quedóse solo con él y confesóle.
El
bachiller fue por el escribano y de allí a poco volvió con él y
con Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del
bachiller en qué estado estaba su señor, hallando a la ama y a la
sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas.
Acabóse la confesión y salió el cura diciendo:
—Verdaderamente
se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien
podemos entrar para que haga su testamento.
Estas
nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama,
sobrina y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los
hizo reventar las lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del
pecho; porque verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto
que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas, y en tanto que
fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de
agradable trato, y por esto no solo era bien querido de los de su
casa, sino de todos cuantos le conocían.
Entró
el escribano con los demás, y después de haber hecho la cabeza del
testamento y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas
circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas,
dijo:
—Iten,
es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi
locura hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mí
ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo
dellos ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno
después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo,
que será bien poco, y buen provecho le haga; y si, como estando yo
loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora,
estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la
sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece.
Y,
volviéndose a Sancho, le dijo:
—Perdóname,
amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo,
haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay
caballeros andantes en el mundo.
—¡Ay!
—respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced, señor
mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor
locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin
más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las
de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y
vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado:
quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea
desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar
de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo
cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra
merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria
derribarse unos caballeros a otros y el que es vencido hoy ser
vencedor mañana.
—Así
es —dijo Sansón—, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad
destos casos.
—Señores
—dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de
antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don
Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el
Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad
volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el
señor escribano. (...)
»Iten,
suplico a los dichos señores mis albaceas que si la buena suerte les
trujere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que
anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de
don Quijote de la Mancha, de mi parte le pidan, cuan
encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que sin yo pensarlo le
di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella
escribe, porque parto desta vida con escrúpulo de haberle dado
motivo para escribirlos.
Cerró
con esto el testamento y, tomándole un desmayo, se tendió de largo
a largo en la cama. Alborotáronse todos y acudieron a su remedio, y
en tres días que vivió después deste donde hizo el testamento se
desmayaba muy a menudo. Andaba la casa alborotada, pero, con todo,
comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que
esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la
pena que es razón que deje el muerto.
Y
finalmente, D.
Quijote muere,
e insiste Cervantes en ello para que ninún otro autor, distinto del
autor ficitico que él creó para don Quijote (el moro Cide Hamete
Benengeli) vuelva a inventarse hazañas falsas sobre él, como habia
hecho el "tordesillesco" Avellaeta con su Quijote apócrifo,
que tanto había herido al manco de Lepanto.
Y termina recordando cuál había sido su propósito al escribir la
obra, que, aunque cumplido, puede ser fácilmente olvidado.
Muerte de Don Quijote
En
fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos
los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces
razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente
y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que
algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente
y
tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas
de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se
murió.
Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente «don Quijote de la Mancha», había pasado desta presente vida y muerto naturalmente; y que el tal testimonio pedía para quitar la ocasión de que algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente y hiciese inacabables historias de sus hazañas.
Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.
Déjanse
de poner aquí los llantos de Sancho, sobrina y ama de don Quijote,
los nuevos epitafios de su sepultura, aunque Sansón Carrasco le puso
este:
Yace
aquí el hidalgo fuerte
que a tanto estremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco,
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco.
que a tanto estremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco,
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco.
Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma: «Aquí quedarás colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero antes que a ti lleguen, les puedes advertir y decirles en el mejor modo que pudieres:
—¡Tate, tate, folloncicos!
De ninguno sea tocada,
porque esta empresa, buen rey,
para mí estaba guardada.
Para
mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo
escribir, solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del
escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a
escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas
de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros, ni
asunto de su resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas
a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya
podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos
los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la
fuesa donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo,
imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva: que para
hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros,
bastan las dos que él hizo tan a gusto y beneplácito de las gentes
a cuya noticia llegaron, así en estos como en los estraños reinos.
Y con esto cumplirás con tu cristiana profesión, aconsejando bien a
quien mal te quiere, y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido
el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como
deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de
los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de
caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya
tropezando y han de caer del todo sin duda alguna». Vale.
FIN
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